CAPITULO 6 Elena

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Abro los ojos precipitadamente y escucho cómo algunos objetos que se encuentran a mi alrededor caen sobre los muebles y el piso. Lo que hace que suelte un grito de terror ante algunos vidrios que se rompen al llegar al suelo.

Me levanto de golpe, abatida y empapada en sudor. No sé exactamente qué fue lo que pasó. Mi corazón late tan fuerte que siento que puede estallarme el pecho. Lo toco y compruebo que realmente mi angustia es latente.

Necesito un vaso con agua.

Me levanto de la cama y me echo una bata color blanco encima. Y me dirijo a una pequeña mesa en mi habitación, donde descansa una jarra llena de agua para las noches de calor sofocante en Lombar.

Alguien llama a la puerta y me hace dar un brinco en mi sitio.

—¿Estás bien, mi niña?

«Es Nana». 

Trato de controlar mi agitada respiración antes de pedirle que entre.

—¡Pasa! —le indico y ella, un instante después, aparece por la puerta para cerrarla tras de sí.

Da un vistazo a mi alcoba y frunce el ceño cuando se percata del desastre en el que se convirtió.

—¿Te quitaste los brazaletes o de nuevo soñaste que eras la cierva? —más que pregunta, era un regaño, un reproche de quien sabe que ha descubierto algo indebido.

—Sabes que no me los quito nunca —me excuso—. Son muy incómodos, Nana, pero eso no hará que me los quite. Fue el sueño de la cierva, pero por primera vez se convirtió en una horrible pesadilla. Iban a asesinarlo, Nana. Un hombre nos observaba a lo lejos, portaba un cuchillo que escurría una especie de...«brea» oscura. La arrojó hacia él, quería lastimarlo, Nana, y yo me interpuse. Sentí la necesidad de protegerlo.

Estaba omitiendo un gran detalle de esa pesadilla, la parte en donde el hombre me llamaba. Hablaba en cales, con un acento totalmente marcado, golpeado, casi hosco. «Te he encontrado, pequeñita», era la frase que había usado antes de empuñar su arma y atacar al que siempre he considerado mi mejor amigo.

—Mi niña, las crisis de las que nos habló Bertha pueden comenzar en cualquier momento. Dijo que solo necesitabas un detonante, como el miedo o el odio.

—Nana, no creas todo lo que esa mujer dice. Acierta la mitad de las veces. —Quiero que le quite importancia, no la tiene, son solo sueños, o en este caso, pesadillas.

Me toma por los hombros y vuelve a acostarme en mi cama, como si fuese una niña pequeña. Me arropa y me da un cálido beso en la frente.

—Mañana pasa a verla después de ir al consultorio, ¿sí? ¿Me lo prometes?

Yo asiento, resignada y sabiendo que por nada del mundo lo haré. Me bastó con verla una vez cuando era niña para traumarme con esos ojos vacíos, que parecen un mar de secretos.

Clavo mi vista en ese par de brazaletes que llevo en las muñecas, resignada a permanecer como una esclava, atada a ellos de por vida. Pincho la cabeza en la almohada y vuelvo a sumergirme en mis sueños.


...


Pasados los días bajo a tomar el desayuno con papá, como era la costumbre familiar. Había vuelto de su viaje hacía un par de semanas y como cada mañana, él ya se encontraba leyendo el periódico en la mesa, con una taza de té y avena frente a él. Abel debía estar dando su paseo recurrente o revisando las caballerizas.

Entorna su rostro, buscando mis ojos y esboza una gran sonrisa antes de recibir un beso mío en la mejilla.

—Buenos días, papi —le suelto tras otro beso.

DRÁGONO. El sueño del dragón © ¡YA A LA VENTA!Donde viven las historias. Descúbrelo ahora