Capítulo 9 - El Libro Salvaje

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Nunca había visto al tío en el jardín. Caminaba sobre el pasto en forma curiosa, como si tuviera miedo de aplastarlo.
No me extrañó que dijera:

ㅡBasta de aire silvestre. Vamos a la casa.

Se dirigió hacia la puerta que daba al invernadero.
Eufrosia había colocado ahí un termo de té, un vaso de leche con chocolate y sándwiches de jamón de jabalí.
Le conté al tío lo que había sucedido.

ㅡNecesitas recuperar las fuerzas después de tu aventura ㅡcomentó el tíoㅡ. Estás haciendo grandes progresos. Ya conociste el cuarto de los animales disecados y el cuarto de las estatuas. Llegaste ahí más pronto de lo que yo suponía. ¿Viste las fotografías?

ㅡ¿Qué fotografías?

ㅡLas de la familia. Están colgadas en la pared, en el cuarto de las estatuas. Ocupan un rincón.

ㅡNo las vi.

ㅡNo me extraña. Las estatuas son más contundentes. De cualquier forma te recomiendo que estés más atento. A veces los secretos están en los pequeños detalles.

ㅡ¿Y quién cazó los animales?

ㅡNuestros antepasados fueron grandes cazadores. Era gente bastante primitiva que pensaba que matar podía ser un deporte. Yo prefiero las aventuras en las que a nadie le sale sangre.

ㅡEn las historias del río a veces sucede algún accidente y un personaje se corta y le sale sangre ㅡcomenté.

ㅡY está bien que así sea; esas aventuras suceden en un bosque lleno de peligros. La sangre que me molesta es la que gotea en la vida real. Por suerte hay gente como tu amiga de la farmacia que pone vendas y curitas.

Me quedé sorprendido. Yo pensaba que mis visitas a Catalina eran un secreto.

ㅡ¿Quién te dijo que tengo una amiga en la farmacia? ㅡle pregunté.

ㅡLa fuerza informativa de esta casa: Eufrosia.

ㅡ¡Qué chismosa!

ㅡElla sólo busca tu bien. Me dijo que la chica en cuestión se llama Catalina, que es preciosa y ama los libros. Parece ser que le has prestado algunos de esta biblioteca.

Pensé que el tío me iba a regañar, pero añadió de buen ánimo:

ㅡNo debes sentirte mal. Los libros existen para ser compartidos. Además, siempre es bueno tener cerca a alguien que pueda aliviar los dolores con pomadas y pastillas. Por cierto: ¡¿hace cuánto que no tomas hierro?! Tu madre me encargó que lo hicieras.

ㅡYa no lo necesito ㅡcontestéㅡ. No me han dado calambres.

Pensé que me iba a obligar a tomar las asquerosas cucharadas de jarabe negro con sabor a clavo, pero dijo:

ㅡEstás madurando, sobrino. Además, no me gusta que hagan jarabes de cosas que puedes comer de manera natural. El que quiera hierro, que mastique espinacas o se prepare un buen filete de hígado. O si está muy desesperado, que chupe un cuchillo. A veces la ciencia exagera y nos quiere dar píldoras y jarabes para todo. Al rato van a inventar un jarabe de libro y van a concentrar todas las historias en una cucharada.

Una vez más, Tito se iba por las ramas. Le costaba mucho trabajo mantener el hilo de una conversación.
Bebí un delicioso trago de chocolate y le pregunté:

ㅡ¿Por qué tienes estatuas en la casa?

ㅡPasa lo mismo que con los animales disecados: son hermosas y no me he atrevido a tirarlas. Mi tatarabuelo las mandó hacer, al estilo griego. Son estatuas de grandes lectores. En un principio había una estatua en cada cuarto de la casa, como una especie de guardián. Pero daban miedo. Imagínate que te despiertes en la noche, te dan ganas de hacer pipí, sales de tu cama y ves a un tremendo señor de mármol. No cualquiera se repone de la impresión. Por eso las mandé al Salón de Lectores. Si alguien se interesa en las caras que tenían las primeras gentes que leyeron por gusto, puede ir a verlas. También te recomiendo que te asomes a ver las fotografías de la familia. Ahí hay gente que conoces y, por cierto, ¿cómo te fue con los libros de sombra?

El libró salvaje de Juan VilloroDonde viven las historias. Descúbrelo ahora