Capítulo 1

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—¡Amor, ya estoy aquí! —dijo apenas sus pies tocaron el piso del apartamento. Como era su costumbre, dejó la mochila negra bien acomodada encima del sofá más largo, caminó hasta su habitación, tarareando la última canción que había escuchado en el estudio, se sacó los zapatos y luego de sentir un par de segundos el tibio piso de duela, se colocó las pantuflas. Después de eso se perdió en su celular, leyendo el itinerario de viaje que iniciaba al día siguiente.

—¡Charles! —lo llamó Katy cuando notó que ya había tardado más de lo normal en sus habituales menesteres. Salió del estudio y a medio pasillo se topó con el amor de su vida.

—¿Cómo está la esposa más hermosa de este planeta? —preguntó Charlie en tanto que la cargó de la cintura y ésta alcanzó a amarrarse de él con ayuda de sus piernas.

—¿Jamás te cansarás de hacer esto cada que llegas a casa? —dijo riendo en tanto que inútilmente subía los tirantes de su vestido que, juguetones, ya se habían bajado hasta más de la mitad de sus bien proporcionados pechos. Charlie negó y le dio un beso tierno en los labios para después Katy colocar los pies en el suelo. —Estoy bien, pero ya empiezo a extrañarte.

—Oh bebé —el flaco de ojos verdes la abrazó cuando vio aquel enternecedor puchero que hacía su mujer cada que, con éxito la mayoría de las veces, intentaba convencerlo de desistir o emprender algo. Sin embargo, en esta ocasión su poder elocuente fue un rotundo fracaso, y no es porque Charlie no deseara consentirla como siempre lo hacía, sino porque esta vez se trataba de su trabajo. —Serán sólo unos días, después de eso te prometo que pasaremos el fin de semana juntos en donde quieras, tú elige —posó sus palmas en las mejillas de ella y le dio un beso de esquimal, a lo que Katy no tuvo oportunidad de resistirse.

—Manzanillo, de jueves a domingo, ya saben en la agencia. Así que sin excusas —lo atrajo hacia ella y se enfrascaron en tan largo y apasionante beso que al terminar tuvieron que recalentar la cena.

Así eran sus encuentros amorosos, sin aviso previo, sin precaución alguna; sucedían en el momento preciso en el que ambos estaban totalmente conectados. No había necesidad de preguntarse o intuirlo, simplemente lo sabían y se dejaban llevar, porque así fueron ellos desde el primer día en que sus destinos se cruzaron en el transporte escolar hace doce años. Quién diría que Charlie encontraría a la mujer que sería su esposa a los cinco días de su arribo a la capital del país, donde lo aguardaba su intercambio académico y posteriormente su hogar a causa del amor. Katy nunca imaginó que el chico despistado que la empujó con su mochila al asiento de enfrente sería el hombre con quien decidiría pasar el resto de su vida. Si el destino y todas esas leyendas asiáticas entre parejas existían, ellos eran la prueba viviente, pues desde ese cruce de miradas luego del incidente, entendieron que jamás querrían verse reflejados en otros ojos que no fueran esos.

A la mañana siguiente Charlie se levantó primero. Besó los labios de su esposa, quien aún seguía dormida, y se fue directo a la ducha. Aseó minuciosamente cada parte de su blanco y delgado cuerpo, así como de su corta cabellera castaña, mientras cantaba la canción que compuso junto con su compañero y mejor amigo, Daniel, para una de las bandas que un par de meses atrás llegó a la disquera. Ese fue el despertador para Katy. Más tardó en abrir los ojos y levantarse de la cama, que en hacerle compañía a su marido. Las horas previas a la salida del vuelo del castaño las pasarían juntos, como usualmente lo hacían cada que uno de los dos se veía en la necesidad de viajar solo. Para sus amigos, ellos eran la comprobación de que el amor verdadero existe a pesar de esta época de hechos contrariados. Doce años juntos eran prueba fehaciente, y aunque Charlie vivió en la friendzone durante los primeros dos a causa de su timidez, los siguientes cinco años de noviazgo fueron bien recompensados, sobre todo cuando Katy, en un único y descuidado arrebato de celos, irrumpió en la junta entre Charlie y la manager de un grupo británico que le había tirado los perros a su novio semanas antes. Con un "su esposa Katy lo espera en la recepción", la secretaria de Charlie le dio el último empujoncito a su jefe para que éste hiciera su inseguridad a un lado y se animara a pedir la mano de su novia. Esa era una de las cualidades de Charlie que Katy más amaba y al mismo tiempo más le desesperaban: su timidez, pues con ella esa careta no existía, al contrario, su esposo se convertía en un hombre gracioso y espontáneo, tan bromista, divertido y ocurrente como lo era ella. Pero con los otros, y todavía más con los desconocidos, Charlie se sumía en un profundo pozo de retraimiento. Por eso el único lugar donde Katy lo escuchaba cantar era en la ducha, y su hogar era ese sitio donde a él no le atemorizaba hacer el ridículo porque con su esposa podía ser él mismo.

—Bueno, llegamos —comentó la ojiazul, pesarosa, cuando estuvieron delante del área de migración por donde debía ingresar Charlie para abordar. Durante la comida y el paseo en bicicleta por la Alameda ella había estado radiante, inclusive más juguetona que de costumbre. Ahora la percibía más triste y preocupada de lo normal.

—Sé que lo nuestro no es viajar por separado. Te preocupa y aflige que me vaya, pero te noto más inquieta. ¿Pasa algo, amor? Los aviones nunca te han dado miedo —la dama negó y lo abrazó. Luego, sin entender realmente el porqué, a Katy le salió una lágrima traicionera de su ojo izquierdo. Ella se recargó en el cuello de su marido, que ya había sentido la humedad en las mejillas de su chica. —¡Hey! —soltó la maleta y con las manos le levantó el rostro para limpiarle los pómulos—. ¿Por qué lloras, cariño? No me gusta verte así, mucho menos si estaremos distanciados toda una semana —Katy gimoteó.

—Lo siento —volvió a abrazarlo—, es que... no quiero que te vayas —se excusó, mas no le dijo su verdadero sentir, ese que le apretaba tan fuerte el pecho que temió por las decenas de posibilidades futuras ideadas en su mente. Entonces Charlie también tuvo miedo, entendió que no era buen presagio ver a su mujer en ese estado.

—Jamás me habías dicho esto ni te habías puesto así —recordó y luego suspiró—. Sería difícil para mí y la disquera cancelar el viaje, sobre todo porque tengo que cerrar la negociación, pero si hay algo que te esté inquietando, podría ver la posibilidad de pospo...

—No, amor —negó Katy, quien rápidamente ató cabos y dedujo que Charlie de negarse a viajar, probablemente sería despedido, y eso era lo que menos podía sucederles en esos momentos—. No me hagas caso —lo vio tratando de sonreír—, quizá sólo sean mis hormonas locas —él la miró no muy convencido, luego ella le colocó la mano en el pecho—. Te amo con todo mi ser. Te espero aquí, en una semana —se besaron suave y lentamente, disfrutando cada sensación, cada caricia, cada movimiento como aquella primera vez.

—Deeply...

—Yours —contestó Katy, coqueta, estremecida, con los ojos cerrados y la frente recargada en la de su esposo. Ambos sintieron que el pecho, la cabeza, el cuerpo entero les estallaba de amor, incluso más que con un "te amo". Porque esa era su frase cómplice.

Charlie despertó luego de cinco horas de una no tan relajada siesta. No se sentía totalmente a gusto de haber dejado a su esposa en esas condiciones de inseguridad respecto al viaje. Se alegró de escuchar la voz del capitán. Les informó que estaban a diez minutos de aterrizar en Londres. Lo primero que haré al bajar será llamar a Katy, pensó el castaño. Tomó su teléfono y miró la pantalla principal, ahí estaba una foto de ambos disfrazados de un par de personajes clásicos de Disney: ella de Minnie, con su vestido colorado salpicado de puntos blancos, tacones amarillos, guantes blancos, orejas y moño llamativo, y él de Mickey Mouse, con sus pantaloncillos rojos y esos guantes blancos más grandes que sus propias manos. Recordó la mirada enternecida de Judith, una de las mejores amigas de Katy, debajo de su tétrico disfraz de Jigsaw, cuando les tomó la foto. Adorables, son tan adorables, dijo una y otra vez. Charlie suspiró con dificultad al mismo tiempo que una punzadita le molestó en el pecho. La extrañaba y aún no pasaban ni dos días de lejanía. Siempre echaba de menos su presencia cuando viajaba sólo, sin embargo, en esta ocasión era más fuerte ese sentimiento.

—Señor, debe bajar del avión. ¿Necesita alguna ayuda? —preguntó una de las aeromozas, interrumpiendo los pensamientos de Charlie. Éste negó, sonrío y se levantó de su asiento. Se percató de que la aeronave estaba casi vacía, excepto por la presencia de un par de azafatas, los pilotos y la suya.

Agradeció el viaje y luego de pasar por el camino que lo dirigía a la sala de llegadas, desbloqueó su smartphone y pulsó los botones necesarios para llamar a su mujer. Su objetivo se vio interrumpido cuando un dolor punzante le corrió del centro del pecho hacia el hombro y en seguida al resto del brazo. Soltó el equipaje. Dos punzadas más. No le alcanzaba el aire para llevarlo de su nariz o su boca a los pulmones. Se aterró. Hombres y mujeres a su alrededor se acercaron para auxiliarlo. Fue inútil. Su celular cayó al suelo y se borró de la pantalla esa fotografía de la reciente fiesta de Halloween en el departamento de Judith. Se desplomó su cuerpo y toda su vida pasó delante de su mirada como un recuerdo fugaz. Esos ojos azules que tanto amaba fueron su último recuerdo, porque después su vida también fue borrada de este mundo. 

Identidad PerdidaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora