Fire on Fire

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El sol era abrazador a las dos de la tarde. El pasto del campo de football era de color dorado, con algunos espacios de tierra desperdigados aquí y allá. El blanco de las pocas nubes era igual al blanco de las líneas que marcaban las yardas en el suelo. El aire olía a polvo y a pasto seco y, sin embargo, era un aroma dulce, emocionante, pues ese aroma prometía dos horas y media de ejercicios, de jugadas, de golpes y de estar en familia. Por lo menos eso pensaba Alex mientras caminaba fuera del campo con su mochila al hombro y su equipo colgando de una mano.

Llevaba dos años yendo todos los días, de lunes a domingo a ese campo, el marcado con el número cuatro, a jugar un juego que al inicio no entendía pero que le pareció un reto a vencer. Se dio cuenta ahí que era muy rápido corriendo distancias cortas, que las distancias largas lo agotaban, que los golpes no eran tan dolorosos y que muchos chicos aparentaban ser más rudos de lo que realmente eran.

En dos años su cuerpo, delicado y blando, se fue endureciendo poco a poco hasta que un día, a través del rabillo del ojo, se percato que su playera le quedaba justa a la altura de los bíceps y del pecho. También notó una tarde, mientras buscaba su cuaderno de química, que la base de la cama pesaba menos, pues le costó muy poco esfuerzo levantarla para encontrar su cuaderno entre motas de polvo y lápices perdidos debajo de ella. Su pelaje dorado había adquirido ese color por los rayos del sol que lo bañaban intensamente, transformando el plateado casi albino en aquel oro del cual estaba tan orgullo. En nueve meses, ese campo había ocupado un lugar más especial en su corazón que muchas personas y muchos lugares en su vida.

Dejó sus cosas sobre el suelo y saludó a sus compañeros, que haraganeaban acostados en suelo. Alex se cambió, se puso el equipo y se tendió junto a Mateo, un venado de cola blanca, quarterback del equipo y su novio a escondidas.

-¿Qué tal todo, Mat? Pensé que no vendrías a entrenar hoy, ayer terminaste adolorido, ¿no? -dijo Alex, mirando al cielo, viendo las nubes estáticas.

-No tanto como tú, recuerdo que dijiste que no podrías caminar hoy y que ibas a culparme por ello -el venado permanecía con los ojos cerrados y los brazos tras la nuca.

-Yo recuerdo otra cosa. Recuerdo que pedías más peso y más peso.

-Sí, ya sabes como es esto, siempre aguanto más que tú.

-Cualquiera que los escuchara hablar así diría que ustedes dos son un par de jotos y que anoche se la pasaron cogiendo en lugar de ir al gimnasio -intervino Mondragón, un castor que hacía de línea defensiva.

-¿Cuál gimnasio? -dijeron al unísono Alex y Mat, sin moverse de sus posiciones.

-Son una mamada ustedes dos -contesto riendo Mondragón mientras tomaba un balón del suelo y lo lanzaba a través del campo hacia la zona de anotación.

Mat entonces abrió uno ojo y miró a Alex, compartiendo una sonrisa llena de complicidad. Era una de las muchas cosas que compartían, esa idea de esconder algo a simple vista. Ni siquiera se habían puesto de acuerdo en ello, pero ambos fluían en sintonía con el otro; Mat lanzaba la pelota, y Alex ni siquiera tenía que abrir los ojos para ver donde tenía que correr.

-Si Mat era un venado común y corriente, la cola blanca fue gracias a mí, ¿o no, amigo? -Alex cerró los ojos. El entrenamiento no tardaría mucho en comenzar.

-Eres un completo pendejo -río Mat, mientras le daba un golpe en la entrepierna.

Alex seguía tendido por el dolor cuando los entrenadores pusieron a correr a todo el equipo. Tenían partido el fin de semana y a pesar de no ser importante para la liga, si lo era para Thunders, el equipo de Alex, pues ese sería su último partido antes de irse a Estados Unidos, y aquel su último entrenamiento. Nadie había dicho nada y Alex había agradecido eso. No quería que sintiera lástima por él, mucho menos que le recordaran que no estaría en ese campo, el número cuatro, por quien sabe cuanto tiempo.

BORDERWhere stories live. Discover now