Salvador

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Los truenos resonaban por todo el escalofriante cielo nocturno, mientras una figura encapotada corría rápidamente por las calles de la dilapidada ciudad que había debajo. La figura, un hombre alto y anciano, con una poblada barba blanca y unos chispeantes ojos azules, ignoraba la lluvia que calaba en su cuerpo oculto bajo la capa y no prestaba atención a sus latidos acelerados, eligiendo permanecer firme en completar su viaje mientras se aferraba fuertemente al saco que llevaba sobre su hombro.

Salió de un callejón oscuro hacia una calle principal, solo para que el mundo a su alrededor se prendiera en llamas. Erupciones de fuego brotaban de las grietas en el suelo, y los ya de por sí desgastados edificios en las cercanías colapsaron con un estallido ensordecedor. Un salvaje rayo de electricidad golpeó la carretera vacía, partiéndola en dos como si fuera un simple juguete de plástico.

El hombre encapotado aspiró profundo por la nariz y exhaló por la boca, dándose un breve momento de confort con el frío pero insípido aire en sus pulmones. Como si se hubiera movido un interruptor, las llamas se disiparon y los edificios derrumbados volvieron a sus alturas normales. El hombre se limpió el sudor de la frente, que resplandecía visiblemente incluso entre las gotas de lluvia, y continuó su camino.

Al ver una bodega abandonada, atravesó la puerta y la cerró violentamente tras de sí. Sus agudos ojos escanearon sus alrededores en busca de alguna barricada, eventualmente encontrando un viejo y polvoso banquillo de trabajo. Ya con un notable cansancio en sus facciones llenas de sabiduría y experiencia, arrastró el banquillo hacia la puerta y lo colocó para atrancarla de manera improvisada, rezando a cualquier deidad que lo escuchase por que se mantuviera firme lo suficiente.

El hombre jadeó y respiró a grandes bocanadas, con su cuerpo anciano exhausto y al límite, pero sabía que tenía que seguir adelante. Exhalando profundamente en un intento de calmarse a sí mismo, se dio la vuelta y procedió a adentrarse más en la bodega, pero se detuvo bruscamente cuando el techo colapsó frente a él, exponiéndolo a la visión de una lluvia de meteoros que asaltaba la Tierra sin piedad.

El hombre parpadeó, y los meteoros se disiparon cuando el techo caído volvió a ponerse en su lugar. Su expresión se tornó sombría, sabiendo que el tiempo se agotaba, y corrió a través del edificio hasta que llegó a una puerta en todo el fondo. Tras entrar en ella, se encontró en otra habitación gigante, con la única diferencia de que este tenía techo de cristal en lugar de concreto.

Sintió un espasmo en su pecho y cayó de rodillas, dejando caer también el saco de sus hombros. Este dio un golpe seco en el suelo, y el hombre solo pudo observar como siete esferas de color naranja con estrellas rojas en su interior se deslizaban fuera de él, rodando por el suelo. Intentó ponerse de pie, pero sus piernas ya no daban para más, forzándolo a simplemente suspirar cansinamente.

Con sus manos temblorosas, movió las esferas hasta ponerlas todas juntas, admirando momentáneamente lo místicas que se veían al brillar al unísono. Una vez hecho esto, inclinó la cabeza y lanzó un grito a todo pulmón.

- ¡Aparece, gran dragón de las leyendas! ¡Aparece y concédeme mi deseo!

Las esferas comenzaron a parpadear como bombillas y empezaron a emitir un extraño sonido pulsante que se hizo más fuerte entre más continuaba. La habitación se tornó en oscuridad, unas nubes que surgieron de la nada comenzaron a tapar la luna que ya de por sí estaba brillando poco, y las esferas quedaron como la única luz en toda el área. Un pilar de radiante energía amarilla salió disparado desde las esferas, elevándose hacia el cielo y atravesando el techo de cristal sin problemas.

La energía larga y cilíndrica comenzó a enroscarse en la forma de una serpiente, y la luz lentamente se desvaneció para revelar unos amenazantes rasgos reptilianos. Una vez que el resplandor amarillo desapareció por completo, en su lugar había un colosal dragón serpentino, con piel escamosa verde brillando contra la lluvia. Dos enormes astas marrones brotaban de su cabeza de lagarto, y un pelo verde ondeaba hacia los lados. Un par de bigotes delgados de color verde brotaba de su largo hocico, y su boca se abrió revelando unos dientes afilados que hacían juego con las enormes y peligrosas garras en sus cuatro patas. Sin embargo, el rasgo más amenazador de la criatura eran sus brillantes ojos rojos, que resplandecían ominosamente en la oscuridad de la noche.

El Símbolo de la Paz y la JusticiaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora