Capitulo treinta y cinco

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Todo lo que necesitas es morir

Le había dado la espalda.

Se había atrevido a darle la espalda a él; a Kerri el nuevo rey del Señorío. 

El único rey que había sido coronado por un Dios.

¿Cómo se atrevía a desentenderse de su combate? ¿Tan poca cosa creía que era que podía darse el lujo de perderlo de vista para ver como le iba a sus seguidores?

No le temía. En los ojos de Kanian no había ni una sombra de temor ni una mísera gota de miedo hacia él o hacia sus hombres. 

Osado y con una confianza notable en sus habilidades, su primo había luchado solo y con arrojo contra sus zepelines, contra él y contra sus Señores del Dragón. Les había toreado, les había burlado y les estaba venciendo poco a poco. 

Kerri se llevó la mano en las costillas heridas y soltó un reniego bajo. Palpó con su mano experta y supo que tenía tres costillas rotas. De una sola patada le había hecho un daño considerable y eso que portaba una armadura de acero duro revestido de escamas de crisoberilo amarillo, la misma tonalidad que sus ojos. Y a pesar de todas aquellas protecciones él, de una simple patada, le había roto tres costillas... ¡Tres!

Aquello era inaudito.

Doloroso. 

Se incorporó en el suelo de mármol de aquella torre llena de muebles de madera destrozados y de bellas telas de colores cálidos raídas y sucias con los dientes apretados.

No, a él nadie le daba la espalda. A él no tenía que subestimarle nadie. Su padre lo hizo y perdió, Kanian acababa de hacerlo y él también iba a perder. Tomando su espada, abrió uno de los saquitos colocados en su cinto y extrajo un brillante polvo con el cual impregnó la hoja de su espada. Los restos del polvo de diamante cayó a sus pies mientras él caminaba a largas zancadas hacia aquel dragón imbécil que confiaba demasiado en sus habilidades.

En su poder.

"Ahora verás."

A treinta centímetros de él, Kerri echó el brazo hacia atrás apuntando al vientre de Nïan y, con toda su rabia contenida alrededor de la mano que sujetaba el arma, la hundió en su cuerpo. Gracias al polvo de diamante, su afilada hoja no encontró resistencia y al monarca le pareció estar trinchando un faisán en vez de estar atravesando el cuerpo de un mestizo. No, de un mestizo no: de un dragón.

A través de su arma, el rey sintió como el cuerpo de su primo se tensaba y que se contraía. Ahora dejaras de mirar lo que no te concierne - se dijo mordiéndose el interior de la mejilla -. Ahora verás que soy más peligroso de lo que crees. Soy peor que mi padre.

 - No debes darle la espalda al enemigo en ningún momento - le susurró entonces en el oído antes de sacarle la espada del vientre -. ¿Acaso no te lo enseñó tu padre?

Dando tres pasos hacia atrás miró con gran impasibilidad como el dragón caía al suelo de rodillas aferrándose el vientre en un vano intento por evitar que las tripas y la sangre abandonaran su cuerpo. Su rostro gacho jadeaba y de algunos mechones de su cabello castaño oscuro caían gotas de sudor.

- En mi caso - prosiguió él flexionando las piernas para agacharse y tomarle el rostro -, esa fue la primera lección que me enseñó.

Ojeroso, con los ojos inyectados en sangre y el rostro blanquecino; Kanian le devolvió la mirada. Una llena de fiereza y salvajismo. De cólera. La misma que a él le supuraba por cada poro de su piel.

- ¿Tan poco hombre eres, tan poco Hijo del Dragón que atacas como sólo lo hacen los traidores y los cobardes? Eres tan rastrero y sucio como tu padre.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora