Prólogo

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Había una vez un hombre-dragón

Con la facultad de amar.

Su amor era correspondido,

Su corazón sólo le pertenecía a ella.

Pero la guerra los destruyó.

Entonces, el hombre dejó de ser hombre

Y el dragón tomó el control.

Prólogo

Allí todo era siempre igual, nada podía cambiar.

Los árboles siempre estaban en flor, los animales y los insectos vivían en armonía sin envejecer nunca y la hierba y las trepadoras siempre se encontraban verdes, frescas y a la misma altura. Una ligera nevada enmarcaba el lugar como toque final.

Aquel era el santuario de Cronos, el templo que su padre Urano erigió para él cuando nació y allí, muchísimos años atrás, los primeros seres humanos le adoraron hasta que su nombre quedó relegado prácticamente al olvido al no comprender ningún humano el poder y la función del crono: del tiempo.

Fue entonces, cuando su culto se olvidó, que con su poder de manejar el curso del tiempo - de los momentos -, detuvo aquél para que jamás pasara. Pero no lo detuvo totalmente: lo único que hizo fue hacer que cada día fuera el mismo una y otra vez, una y otra vez hasta la eternidad.

Y Cronos siempre visitaba aquel lugar por mucho que la palabra siempre fuera para él muy diferente al concepto que tenían los seres racionales. Para él, el curso del tiempo había sido siempre muy relativo; a fin y al cabo, él era el artífice del mismísimo tiempo. Él permitía que éste fluyera, que se manifestara y se creara en la Tierra para que ésta pudiera girar y girar y todos sus habitantes vivir.

Sin el tiempo nada podría existir.

Sin Cronos nadie podría vivir.

Y él lo sabía.

Desde su nacimiento lo supo.

Sería justo decir que no le importó ser fecundado para el proyecto más ambicioso de sus progenitores, puesto que si Urano y Gea no hubieran deseado crear la vida mortal, él jamás hubiera existido a su vez. Por eso se sintió honrado cuando le encomendaron la parte más importante de su proyecto: el flujo temporal.

Cuando un jovencísimo Cronos ejerció su papel de dios y contempló la creación de sus padres, lloró porque él había contribuido a ello. Por ese motivo amó a toda criatura viviente, pero sobre todo a los animales.

Ese amor incondicional que sentía en su pecho erradicó cualquier tipo de represalia que su triste decepción y rabia pudieran haber podido florecer hacia la raza humana al olvidarle, salvo para dar la hora y hablar de fenómenos meteorológicos. Cronos sabía, que con sólo un chasquear de dedos, era capaz de apagar mil vidas pues él sentía cada flujo vital y temporal de todos los moradores de la Tierra y era soberano de acelerar, ralentizar o detener el tiempo de cualquier cosa.

Por ello decidió detener cada elemento de su santuario a su gusto para poder permanecer allí cada vez que su corazón se lo pidiera y disfrutar de las criaturas animadas que tanto adoraba.

Y fue en una de esas escapadas cuando la vio por vez primera.

Se quedó maravillado al contemplar una criatura tan increíblemente hermosa en aquel paisaje de ensueño. En su sueño.

Su cabello era dorado como el oro viejo y brillaba como la luz del sol. Su rostro era delicado y con facciones adorablemente inocentes con unos labios jugosos y rojos y unos ojos enormes de un color violeta intenso enmarcado de espesas pestañas azabache.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora