Capitulo veinticinco

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La curiosidad que mató al gato

 

Hacía más de una hora que había anochecido cuando Sanguijuela decidió salir a pasear.

El cielo, con nubarrones que anunciaban tormenta y lluvia, era incapaz de retener al contrabandista en su dormitorio donde, desde luego, estaría mucho mejor que en la intemperie. A pesar del buen tiempo primaveral de los últimos días, aquella noche prometía chubascos y así lo confirmaba la temperatura ambiental y la alta humedad.

Aun así, era incapaz de quedarse en la modesta pero pulcra habitación que compartía con Mochuelo en una de las torres del Palacio de los Reyes. El chico, que ya estaba dormido como un tronco, no era una buena compañía para su alma solitaria y desgraciada; al igual que tampoco lo sería la cama caliente de ninguna de las mujeres que habían coqueteado con él durante todo el día.

Sólo había una cama que él deseaba fervientemente asaltar conjuntamente con su dueña. Mas dicha dueña no quería saber nada de él o, al menos, intentaba convencerse de ello.

Y eso lo estaba matando.

Literalmente.

¿Por qué Anil era tan testaruda? Era obvio que los dos se atraían como los polos contrarios de un imán. Entonces, si la atracción era mutua e irresistible, ¿por qué narices ella se aferraba ese clavo ardiente con patas? Desde el día en que la vio por primera vez, Sanguijuela había sido incapaz de borrarla de su memoria; de sacarla de donde sea que se había metido dentro de él.

Lo intentó con mujeres, pero no funcionó. Intentó sacarse la espina besándola; pero eso sólo acrecentó su deseo. Después probó a conquistarla y fue un auténtico desastre porque ella, furiosa, le había dejado claro que le gustaba Giadel y que prefería mil veces estar con el mestizo que con él.

¿Sería por eso? ¿Tal vez prefería al chico por poseer en sus venas sangre de Dragón? Yo soy Hijo de los Hombres – pensó sombríamente -, y ella es una Hija del Dragón. Soy inferior a ella.

Malhumorado e irritado por la posibilidad de su pensamiento, el joven se internó por una de aquellas preciosas y únicas calles que emulaban a los laberintos y se dispuso a perderse en ellas y a dejarse guiar por el instinto de sus pasos.

Por el destino.

No supo cuánto tiempo estuvo caminando, no sabía tampoco precisar en qué lado de la ciudad se encontraba; lo único que Sanguijuela tenía muy claro era que, a unos metros de él, sentada en un banco y con la silueta iluminada por una de aquellas altísimas farolas de hierro que los aguaciles encendían por la noche, estaba Anil.

Deteniéndose de golpe, como si algo le sujetara con fuerza la planta de los pies y las piernas, el contorsionista se quedó observándola completamente paralizado. A pesar de la distancia y la oscuridad, Anil estaba hermosa.

Muchísimo.

Con un corsé de cuero negro con los cordones en la parte delantera y una falda ancha de raso morada, su busto se apreciaba en su totalidad al igual que las curvas de su cintura y su estómago plano. Su cabello rizado color caramelo, le caía en cascada sobre los hombros y parte de ella estaba recogida por la parte delantera con horquillas de plata con margaritas de ámbar. En sus orejas también portaba dos largos pendientes de amatistas mientras que su estilizado cuello permanecía desnudo a la espera de que unos labios osados lo besaran.

Y por Urano, él se moría por hacerlo.

E iba a hacerlo.

Sin poder contener los dictados de su corazón; el deseo tormentoso e insatisfecho de su alma, Sanguijuela dio un paso adelante dispuesto a plantarse ante ella, tomarla entre sus brazos y besarla hasta que ella pidiera clemencia antes de llevársela a algún lugar donde pudiera hacerle el amor.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora