Capitulo treinta y nueve

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La noche más larga

Estaba cansado.

Verdaderamente agotado como nunca antes se había sentido. 

Por vez primera el cansancio que lo atormentaba no era físico sino anímico, toda una novedad que empezaría a ser costumbre a partir de aquel día. Era su alma la que estaba pidiendo a gritos un poco de misericordia: calma y sosiego. ¿Qué importaba que le dolieran los músculos, los huesos, los pulmones, el estómago, el hígado, las muelas, los ojos, la cabeza o los pies? Aquel dolor era el mejor sedante que le impedía venirse abajo.

Eso y el millar de muertos que había frente a él.

Sentado sobre un pedazo de mármol ennegrecido, con las piernas separadas y los codos apoyados en los muslos, Nïan contemplaba las piras que había frente a él. Había un centenar de ellas, colocadas en fila y listas para ser prendidas al alba; momento en que se les daría a todos aquellos valientes su último adiós.

La luna creciente y las estrellas alumbraban aquellos cuerpos fríos y rígidos y él, como muchos otros, era incapaz de descansar. En su caso, tenía demasiadas responsabilidades y en el de los demás, simplemente deseaban velar a su ser querido, estar con ellos hasta el último momento. Hasta la despedida final. Y él también. Él también deseaba estar con sus guerreros hasta el alba, mostrarles a los seis mil trescientos guerreros fallecidos lo agradecido que estaba con todos ellos. 

Deseaba mostrarles su respetos a pesar de no haberlos conocido.

Pero conocía muy bien a tres de ellos. Y a esos tres había que sumarles a sus padres. 

En la pira presidencial, en el montón de madera seca que había frente a él como una tarima, el cuerpo de Hoïen, con su hacha entre las manos, estaba acompañado por los huesos de sus padres que él mismo se había encargado personalmente de colocar. Al fin, los tres amigos volvían a estar juntos aunque sus almas parecían estarlo ya allá arriba, sobre las estrellas lejanas.

A unos pasos de él, abrazada por su hija, Fena y Nadeï miraban la pira en silencio. Malrren también estaba con ellas al igual que Mequi, Tehr y Zerch. Zelensa estaba con sus dos hijos pequeños en el palacio; era mejor para la joven Kotsë descansar después de haberse internado en la batalla para intentar salvar la vida de su abuelo demasiado tarde. Vida que él había visto esfumarse delante de sus ojos. Una imagen que se había grabado en sangre en su retina.

Mientras, a su izquierda, los contrabandistas velaban los cuerpos de sus dos camaradas caídos. Mochuelo, por ser el más joven, lloraba desconsoladamente mientras Araghii lo abrazaba en silencio. Zorro, mientras Cascabel tocaba una triste melodía con una flauta de madera, tallaba algo con manos expertas, seguramente una talla de los dos amigos para colocarles en las manos. Sanguijuela, por su parte, se mantenía sentado en la pira al lado del cuerpo destrozado de Tocino y lo tenía cogido por una de sus grandes manos y Pólvora contemplaba la escena con los brazos cruzados y lágrimas silenciosas.

Suspirando, Nïan alzó los ojos hacia el cielo y los recuerdos de los acontecimientos acaecidos después de la batalla empezaron a bailar ante sus ojos azules.

No había hecho más que bajar del tejado del Palacio de los Reyes cuando ella acudió corriendo a él. Agitada, ensangrentada y a punto de caer desfallecida al suelo, Galidel iba en su dirección como alma perseguida por el fantasma más terrible que uno pudiera llegar a imaginarse. Su desesperación lo puso nervioso y le hizo temer que la barrera protectora hubiese fallado y que aún quedaran algunos enemigos dentro. Pero eso tenía que ser imposible, se dijo mientras se acercaba a la joven y los guerreros supervivientes al fin caían rendidos al suelo dejando caer las armas de sus manos completamente exhaustos.

Las guerras del Dragón (Historias de Nasak vol.3)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora