Interludio: El primer día.

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Emoción.

Esa era la mejor palabra para describir lo que sentía aquel pequeño niño de apenas diez años en ese momento.

Tal vez se quede corta, pues su emoción de hecho era tal que hizo manifestar su poder mágico, provocando así que su habitación terminara con un enorme agujero en el techo antes de que saliera de su casa junto a sus padres hecho una auténtica bomba de tiempo con el contador descompuesto, riesgosa por ende de explotar en cualquier momento.

Sí, podría decirse que los miembros de su familia que desarrollaban más y antes su fuerza del Caos que la del Orden siempre eran un tanto problemáticos para sus superiores, sobretodo por el hecho de que las Fuerzas se manifiestan de todas las maneras imaginables, provocando que la fuerza del Caos sea siempre sinónimo de una personalidad muy enérgica e hiperactiva, que inevitablenente siempre acababa por volverse rebeldía; a menos, por supuesto que se ayudase al niño a desarrollar su Orden. En ese caso el resultado es mucho más óptimo, y esto obviamente no se limita sólo a la Casa del Gato Negro.

Tal vez incluso podría aplicar en la Tierra.

Pero a todo esto, ¿qué era lo que provacaba que aquel niño de puntiagudos cabellos pelirrojos, ojos ámbar y sonrisa despreocupada estuviese tan emocionado?

La respuesta en realidad es muy simple: estaba emocionado porque iba a hacer algo nuevo.

Esto es común entre los niños, ya que para ellos las experiencias nuevas estaban literalmente a la vuelta de la esquina, pero incluso entre ellos hay de cosas nuevas a cosas nuevas.

Existen las cosas nuevas cotidianas, las que ocurren de manera espontánea cada día, en el que ya es de esperarse que haya algo nuevo que conocer.

Y existen también las cosas nuevas sorpresa. Las que ocurren sin que la mente infantil fuese capaz de predecirlas. Mejor aún era cuando se crea expectación previa acerca de lo increíblemente geniales que serán, y de un momento a otro se revela que se tendrá la oportunidad de vivirlas.

Esta cosa nueva era el segundo tipo.

El elegante coche de la familia, de color negro obsidiana con exquisitos ornamentos blancos por toda su extensión, siento el más llamativo el gato negro de espaldas con su cola formando una letra S invertida de su lado izquierdo que tenía en la parte trasera, iba recorriendo las calles de una ciudad con una arquitectura bastante más moderna de lo que uno se esperaría ver en un mundo como Theia, que recordaba bastante a una ciudad inglesa en los años mil ochocientos, tirado por un par de majestuosos y fuertes caballos blancos, a los cuales unas inusuales molduras que recorrían sus cuerpos, así como la pulcritud con la que se formaban sus crines, colas y pezuñas, hacían parecer, más que animales con naturales imperfecciones, estatuas de marfil impecablemente trabajadas que habían cobrado vida.

Y es que en realidad así era, pero no nos desviemos con esas pequeñeces.

El pequeño niño pelirrojo estaba completamente eufórico, y esa euforia aumentaba cada vez más con forme más distancia recorrían los caballos de marfil. Sus padres estaban bastante divertidos por eso, e iban turnándose para neutralizar el Caos que su hijo emanaba a raíz de su emoción, con muy buena razón, pues de lo contrario más de una vez el coche se habría desintegrado.

Más específicamente, cada vez que el muchacho preguntaba, con una sonrisa inmensa y saltando de un lado a otro:

—¡¿Ya llegamos al palacio?! ¡¿Ya llegamos?!

Fácilmente preguntó lo mismo veinte veces en todo el trayecto, que no fue precisamente largo, y las veinte obtuvieron una respuesta negativa.

Hasta que, cuando parecía que el pequeño estaba a punto de desistir, calmándose así un poco, el coche se detuvo, un par de imponentes guardias reales abrieron la gran reja de entrada que tenía en su gigantesca cerradura el símbolo más importante de toda Theia (era algo parecido a un cristal blanco con forma de obelisco), sus padres le indicaron que bajara, y todo estalló.

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