Capítulo VIII: El Último Escenario (Parte II)

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La noche estaba tranquila. Todo iba bien. Larry había arribado a la zona de la ciudad en la que vivía Ali, y estaba a punto de aterrizar en la azotea del edificio donde estaba su departamento.

Sin embargo, algo que nadie más pudo percibir pareció alterar a la criatura, porque en ese instante dió un giro brusco alejándose del lugar mientras sus ojos se abrían a más no poder y sus reptilianas pupilas se volvían casi un par de líneas.

—Larry, ¿qué pasa? —preguntó Ray, extrañado ante tan inusual comportamiento—. ¡Regresa!

El animal, si es correcto llamarle así, no obedeció. Siguió alejándose del edificio más y más, como si quisiera escapar de alguien o algo.

Y cuando un estruendo relampagueante que sonó como el relincho de un caballo hizo estremecer al trío, provocando que Ali tuviera que sujetarse con más fuerza de la normal de la escamosa piel del alebrije debido a los bruscos movimientos que hacía en ese estado de pánico; todos entendieron el por qué.

Afortunadamente, Ray, su amo, logró tranquilizar un poco al alebrije con unas cuantas palmadas suaves en la espalda. No se calmó por completo, pero al menos dejó de volar tan erráticamente, para quedarse suspendido en el aire, agitando sus grandes alas mientras giaraba la cabeza nervioso en todas direcciones y lanzaba inseguros gorjeos. En definitiva algo lo estaba asustando.

—¿Qué fue eso, Ray? —preguntó Ali mirando hacia todas direcciones igual que Larry, sin encontrarse con más que la oscuridad de la noche, que la luz de la ciudad privaba de estrellas.

—No lo sé —respondió él, haciendo lo mismo, pero al mismo tiempo que continuaba dando palmadas a su criatura, que se notaba increíblemente inquieta—. Tranquilo, chico, tranquilo...

Un segundo estruendo resonó en el lugar. Larry lanzó un sonido que casi podría ser un grito de miedo y comenzó a temblar y serpentear tanto que Ray se vió obligado a sujetarlo con fuerza para evitar que en uno de esos bruscos movimientos los derribara.

—¡Muchacho... Tranquilo! —decía entrecortado mientras forcejeaba contra la inesperadamente enorme fuerza del alebrije.

—Ray, ¡mira el cielo! —exclamó Ali señalando hacia arriba.

Ray volteó sin dejar de hacer fuerza para evitar cualquier movimiento brusco del alebrije, y lo que vió lo dejó sin habla: un gigantesco remolino de nubes se había comenzado a formar justo sobre ellos, emanando potentes relámpagos de su interior.

Y antes de poder actuar, desde el centro de aquel remolino salió disparado un cuerpo extraño e inidentificable que se detuvo de golpe al alcanzar la altitud a la que se encontraba Larry, que para ese momento ya estaba más que muerto de miedo, por una razón que Ray comprendió en el instante en el que el artífice de todo esto se hizo visible.

Ante la incredulidad del mago, y el auténtico terror de Ali y el alebrije; un enorme caballo de piel más negra que la propia noche cubierta de tatuajes brillantes, cuya crin y cola hondeaban al aire resplandeciendo con múltiples colores, y cuyas patas parecían encontrarse recubiertas con una especie de armadura de piedra negra parecida al carbón, repleta de grabados que recordaban a las culturas mesoamericanas de la tierra, los miraba con ojos de fuego; levitando en el aire cabalgado por un jinete alto, delgado y completamente vestido de negro, al que un sombrero de ala ancha le cubría el rostro.

Los múltiples tatuajes brillantes que recorrían la piel del animal, idénticos a los de Larry, así como el simple hecho de que estuviera flotando en el aire, delataban al instante que no podía tratarse de otra cosa que no fuera un alebrije; y eso a su vez delataba que aquel misterioso jinete  no podía provenir de otro lugar que el lugar llamado Theia.

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