Interludio: El Maestro

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—El día de hoy —hablaba el Maestro Heinrich a sus alumnos más prolíficos, con más volumen del normal, para que el sonido de las olas rompiendo contra su barco, anclado en el muelle, no ahogara su voz—, nos encontramos en la gran ciudad de Nueva Silium por una razón muy especial. Aquí, aprenderán acerca de la humildad y dejar de lado la arrogancia, elementos vitales a la hora de la construcción de toda persona, y especialmente de una con un destino como el suyo.

—Disculpe, Maestro.... —la voz tímida y temblorosa de Wayde habló con inseguridad por haber interrumpido a su Maestro—...

—¿Qué pasa, joven Wayde? Adelante.

—¿Por qué es «Nueva» Silium? —preguntó aún temeroso pero un poco más seguro.

—Excelente pregunta, muchacho. Cuenta la leyenda que la gran ciudad de Silium, hace cientos de años, se alzaba justo allá. —Heinrich Grooser señaló hacia el océano, el Mar Silium, y sus alumnos, que estaban parados en la orilla del muelle, se dieron la vuelta en un esfuerzo por encontrar cualquier cosa que no fuera agua.

—¿Acaso flotaba? —preguntó Christopher con su cuaderno de notas listo.

—Se dice —continuó Heinrich Grooser—, que Silium se alzaba sobre el caparazón de su dios, un enorme cangrejo que se posó justo allí para que los hombres nómadas que, se cuenta, fueron los primeros habitantes de Silium, tuvieran un lugar seguro para asentarse, pero al ver que les sería imposible cruzar tan agresivas aguas, les envió a los peces voladores para que pudieran transportarse a través del océano. Aún a día de hoy se usan estos animales en agua como nosotros usamos a los caballos en tierra. Quizás el último vestigio del origen de esta gente.

Al decir esta última línea, el Maestro Heinrich extendió sus brazos para señalar a toda la gente de la ciudad que, en efecto, se paseaba sobre unos extraños animales con forma alargada parecida a la de un pez remo, de relucientes escamas doradas y que extendían unas aletas extrañas hacia los lados de su cuerpo, agitándolas como si fueran alas. Algunos de ellos ayudaban a cargar los barcos del muelle, otros tiraban de embarcaciones menores, y algunos parecían ayudar a los pescadores a adentrarse en las aguas; mientras que al interior, peces voladores más pequeños se paseaban por las calles jugueteando con los niños, y algunos, apenas perceptibles, sobrevolaban el lugar como centinelas.

Era en efecto una simbiosis muy profunda la que esta gente tenía con los peces voladores.

—¿Y qué le paso a esa Silium? ¿Se hundió? —preguntó Ray más sarcástico que curioso, escudriñando el mar con la mirada quizás en busca de algún indicio de la existencia de ese lugar.

—En realidad sí, joven Raymond. —respondió solemne Heinrich Grooser—. Se dice que cuando el dios cangrejo murió, la ciudad comenzó a hundirse poco a poco, y los habitantes al darse cuenta, tuvieron que huir a la costa. Lo último que vieron fue a la torre más alta del gran palacio desaparecer bajo las aguas.

—Que triste —dijo Alice, mirando con un poco de melancolía las olas—. Imaginen lo que la gente de aquel tiempo debe haber perdido.

—Es parte del ciclo eterno, señorita Alice. Todo tiene su inicio y su final, hasta los dioses se acaban alguna vez... Sin embargo, así mismo, de la muerte siempre renace la vida. El fin de una cosa, permite la existencia de otra.

—Es tan maravilloso... —Alice había quedado tan maravillada por semejante idea, que soltó unas pequeñas lágrimas, y unas pequeñas chispas de electricidad estática mientras aún observaba el océano, ahora con otros ojos.

—¿Saben lo que todo esto significa? —preguntó el pequeño Ray, emocionado.

—¿Qué? —sólo Alice y Wayde respondieron. Christopher estaba demasiado ocupado haciendo anotaciones.

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