Capítulo XX: La Mirada de un Monstruo

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Una maraña de túneles, un aire de aroma espantoso embatiendo contra su rostro, su propia respiración, agitada como si corriese una maratón desde hace mil horas; los latidos de su propio corazón, casi zumbantes en lugar de palpitantes; y los poderosos cascos de un gigantesco caballo negro que golpeaban constantemente el cerco metálico que encerraba su voluminoso cuerpo, causando un estrépito similar al cantar de la campana de una iglesia. Eso era todo lo que bombardeaba los sentidos de Ray a un grado que le impedía siquiera pensar en un plan para perder a su temible perseguidor.

Una vuelta a la derecha por un tubo, otra más hacia abajo. El camino se bifurcaba. No había tiempo para considerar qué lado sería el más óptimo. Vuelta a la izquierda, aplastar a un ser sombra de un bastonazo antes de que pusiera una de sus oscuras manos encima de él o de su alebrije; y repetir. Cual si fuese un limbo eterno, los túneles oscuros, apenas iluminados por el brillo del cuerpo de Larry, parecían no tener fin, y aunque el jinete estaba en notoria desventaja, no podrían seguir escapando para siempre. El mago se sentía atrapado en el interior de una serpiente de metal que lo digeriría si dejaba de correr.

Vuelta a la izquierda , freno ligero para dar un giro cerrado. Esquivar una garra sombría que partió uno de los tubos dejando escapar un líquido fétido que no era merecedor de llamarse agua, y entonces algo cambió. El sonido de la no-agua se sumó a todo lo que abrumaba los sentidos del Mago del Caos, y con el eco del líquido goteando sobre el duro metal, llegó la epifanía.

Porque al girar nuevamente para impedir que siquiera una gota de esa cosa, que seguramente hubiese quemado su piel al contacto o algo peor (o quizá sólo eran exageraciones de Ray, para evitar a toda costa tocar algo tan asqueroso), detectó un cambio en la estructura del túnel: Una protuberancia salía de aquel tubo. Una bisagra. La a puerta que se abría y cerraba gracias a ella no podía estar muy lejos.

Así fue, Larry volaba tan rápido que tuvo que regresar unos cuantos metros para lograr encontrar la puerta. Era una escotilla redonda y muy pesada en apariencia. Estaba oxidada y parecía no haberse abierto en años, pues apenas se distinguía donde empezaba la tubería y donde terminaba la escotilla. No había ningún tipo de cerradura, por lo que el mago supo que la única forma sería empujar. Las pisadas del caballo retumbaban cada vez más cerca, y no estaba seguro de tener tanta fuerza, pero era una oportunidad que no podía desperdiciar.

—¿Listo, amigo? —dijo mientras ponía sus palmas sobre el frío hierro, plantando sus pies en el suelo por primera vez en lo que le parecía mucho tiempo, para obtener mayor firmeza. El alebrije copió sus movimientos utilizando sus pequeñas patas que a primera vista, parecían extremadamente débiles—...¡Empuja!

El metal del tubo rechinó bajo sus pies, y el de la escotilla se abolló bajo la fuerza combinada de ambos pares de manos, pero no se movió ni un centímetro. Las campanas sonaron más cerca. Ray y el alebrije imprimeron más fuerza, el metal crujía y chillaba bajo la presión de su empuje, pero se negaba a ceder. Un estruendoso relinchar retumbó en sus tímpanos entorpeciendo sus movimientos, y al apagarse el sonido, ambos pusieron más y más fuerza. El metal se dobló adquiriendo la forma de sus manos. Los musculos del mago estaban tan tensos que sentía que iban a estallar, y el sudor rápidamente le nubló la visión, pero no se rendiría, una vieja escotilla no lo detendría. El alebrije también comenzaba a cansarse, sus garras se resbalaban en el frío metal, y sus flexibles huesos empezaban a ceder ante la tensión.

Pero un relinchar más cercano, más escalofriante, y la presencia maligna que cada vez se acercaba más les hizo saber que era empujar más fuerte o morir, y la segunda opción no les atrajo mucho que digamos. La cara de Ray se puso roja, las venas de sus manos y frente parecían inflarse como globos muy cerca de su límite; el alebrije jadeaba, y las campanadas de su muerte retumbaron muchísimo más cerca justo cuando el metal por fin perdió la batalla. La escotilla se abrió de golpe, con un último rechinido ensordecedor, como si fuera la boca de la serpiente de acero, que vomitaba a su presa luego de que esta se mostrara renuente a ser tragada.

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