Capítulo XIX: La carrera contra el tiempo

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Cada rayo, cada disparo, cada pulso de luz, cada bastonazo; cada pequeño ataque disminuía paulatinamente la cantidad de alimañas que, implacables, caían como una avalancha sobre la Resistencia.

Muchas veces debieron desviarse del camino para evitar la muerte a manos de los terribles roedores que salían de todas direcciones, y aunque el agotamiento empezaba a hacer de las suyas debido a al interminable carrera, eventualmente, la ola de ratas se hizo cada vez más y más pequeña, hasta que, cerrando un círculo donde «el del mapa» y «la guía» estaban protegidos en el centro, una lucha conjunta que dejó al equipo más que agotado de correr y combatir dió muerte hasta a la última criatura.

Allí se decidieron a tomar un respiro, nada muy largo ni que implicara ponerse muy cómodos, dadas las circunstancias.  El lugar era una cámara circular de techo bastante alto que conectaba con múltiples tubos que partían en direcciones distintas, formando una especie de asterisco. Parecía ser el centro de las cloacas.

Sentados en el suelo húmedo, jadeando por el cansancio, se quedaron un buen rato en silencio. Casi como si durmieran, pero con los ojos bien abiertos y los sentidos más alertas que nunca. Por más que esta vez hubieran vencido, la situación seguía siendo de vida o muerte. Estaban ya no por meterse en la boca del lobo, sino dentro del maldito lobo.

Y el estremecedor relinchar de un caballo que retumbó por todos lados haciendo vibrar las tuberías como una onda expansiva les hizo recordar eso de la peor manera.

Ante sus ojos, de entre sombras que se retorcían y entremezclaban en un vortex gigantesco, emergió aquel musculoso e imponente caballo  negro, repleto de tatuajes brillantes por todo su cuerpo, y una mirada de fuego llena de ira; junto a su inflatable jinete. Ese hombre delgado como un esqueleto, pálido como un fantasma y con el rostro cubierto por un ancho sombrero negro, que emanaba un aura imponente, poderosa, y terrorífica.

Segundos pasaron. La presión en el ambiente se hacía cada vez más intensa. El caballo levitaba, el jinete era una roca impasible. Todo el equipo estaba en guardia, y el sudor frío caía por sus frentes ante la imponencia de semejante rival que, a diferencia de las ratas, tenía más calidad que cantidad, y que además había tenido la cautela de tomarlos por sorpresa haciendo el primer movimiento cuando nadie se lo esperaba.

Con un explosivo impulso, salió disparado hacia el equipo. Alice trató de contenerlo con un rayo, pero una barrera de sombras protegió al atacante. Todos se apresuraron a apartarse del camino, separándose en el acto. El jinete no perdió tiempo, y dió una vuelta en U, para encarar a quien, ya todos esperaban, era su objetivo:

Ray.

El caballo relinchó con furia, y el jinete levantó la vista para mirar los ojos de su presa. Su mirada, púrpura como de amatista, se clavó en el ámbar de los ojos del Mago del Caos. Él lucía indefenso, pequeño, débil. Solamente un bastón de hierro y una serpiente emplumada que gruñía «amenazante» podían defenderlo de aquel depredador que, sin sus poderes, era totalmente inalcanzable.  El terror que sentía era notorio en su mirada, y en su brazo, que temblaba ligeramente mientras sostenía el bastón como si fuese una poderosa espada.

—Muchachos... Vayan por Diógenes. Él me quiere a mí —declaró Ray. En su voz se escuchaba el miedo y la inquietud, temblaba, y lanzaba resoplidos al hablar. Estaba asustado.

—¡No digas locuras, Ray! ¡No tienes poderes para pelear! —gritó Ali desde su posición, intentando correr hacia el mago en el acto, sin embargo, una sombra con la forma de un humanoide alto y delgado la sujetó por los brazos, frenándola en seco.

—Atrévete a intervenir, y morirás —sentenció a secas Wayde, haciendo emerger más gente sombra por todo el lugar.

—Voy a estar bien, muchachos... Ya veré como salir de esta, ¡corran por Diógenes para que le de una tunda a nuestro amigo!

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