Muerte anunciada

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—¡Despierta! —grita Anneliese, mientras me sacude de un hombro.

—¡Mierda! —abro los ojos asustada—. ¿Qué te pasa? —pregunto enojada, retirando unos mechones de cabello de mi frente.

—Vístete, hay una misa especial y todos deben asistir.

—¿Todos? no quiero ir. Además, nunca voy a la misa. ¿Qué clase de chiste es este?

—De igual forma debes vestirte y moverte —se mira en el espejo y se coloca unos mechones de cabello detrás de sus orejas.

—¿Y qué fue lo que pasó? —pregunto mientras me muevo hacia el closet arrastrando los pies y frotando mis ojos.

—Alguien ha muerto —susurra y deja la habitación—. Te espero en la iglesia.

Me quedo paralizada por unos minutos. ¿Muerte? ¿Alguien se habría suicidado? Este lugar se está convirtiendo en una especie de cárcel de la cual la única salida es la muerte. ¿Quién habría sido el desafortunado?

Termino de alistarme y bostezo. Este mes sí que había sido agitado. Después de ese día en el cual todo se había derrumbado, Zack había cumplido su promesa y no me había dirigido la palabra. Pude deshacerme de la droga que había traído Chad en contrabando y eche la jeringa en la basura envuelta en una servilleta para no levantar sospechas. Pero eso no había acabado con todos los problemas. Tampoco supe del destino de Chad; aunque tampoco me interesa saberlo. De igual forma no supe nada acerca de la chica que había estado con el que aparentemente estaba en el mismo reformatorio que yo; incluso cuando nunca me he cruzado con ella. La única persona que me encuentro todos los días es a Roberta, que luce la cicatriz en su mejilla que le hice con mucho orgullo en la cara. Después de esa pelea, parece que hemos tenido una especie de tregua ya que ninguna incita a la otra por los pasillos.

Salgo de la habitación y me dirijo hacía la capilla siguiendo a la multitud. Por primera vez, deseo no encontrarme con Zack, no estoy de ánimos para escuchar más insultos y reproches incoherentes. 

Al llegar, me sorprende ver la cantidad de gente que está fuera. Algunas visten de negro, otras usan el uniforme, así como yo. Noto que algunas personas con batas negras entran a la iglesia, posiblemente sean parte del coro. Luego, una familia pequeña, conformada por una mujer baja, de cabello encanecido y arrugas; un hombre alto, igual de mayor,  calvo y de lentes; y una niña pequeña de cabello negro, ojos saltones y piel blanca, entran a la iglesia con un semblante de tristeza. Me pregunto si son la familia del fallecido.

Escucho unos murmullos, parecen saber algo sobre la persona que falleció. Me acerco disimuladamente, es la voz gruesa e inconfundible de Roberta. Una de las chicas se da cuenta de que estoy escuchando la conversación pero no dice nada.

—Algunos dicen que fue suicidio, otros dicen que fue un accidente.

—¿Suicidio? —la rubia ahoga un grito, cubriéndose la boca—. ¡Eso es terrible!

—Sí, pero la verdad, es que la chica tuvo un accidente —agrega un poco de emoción a su voz—. Estaba en un árbol, dicen que estaba bastante alejada del suelo, cuando quiso bajarse algo salió mal y cayó al suelo como una muñeca de trapo —las chicas arrugan el rostro—. Al parecer, su caída fue mortal, pues se quebró el cuello.

Un escalofrío recorre mi cuerpo como una brisa fría. Trago saliva con fuerza. Quiero engañar a mis oídos y convencerme de que nada de esto es real. ¿Podría ser otra persona? Convenzo a mi mente de que es una simple casualidad.

—Disculpen —digo con la voz temblorosa—. ¿Lo que has dicho es real? —me dirijo hacia Roberta.

—Sí, ¿por qué? —alza una ceja, mirándome aburrida.

RecuérdameDonde viven las historias. Descúbrelo ahora