Prólogo.

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El aire frío del mar, que soplaba en las colinas, me desordenó el cabello y un escalofrío me recorrió la espalda mientras escalábamos un poco más hacia nuestro destino.

— ¿Qué tal vas? — me preguntó Peeta.

Él me sujetaba la mano con fuerza y juntos avanzábamos entre la hierba de un verde intenso.

— Bien, muy bien.

Le sonreí mientras deslizaba mi otra mano por las flores silvestres de color púrpura que había salpicadas por todas partes. Respiré hondo, dejé que el aire circulara por los pulmones y recé una pequeña oración dando las gracias, consciente de que en una época de mi vida ni siquiera había podido respirar el aire libre.

— Ya casi estamos. ¿Lo ves? — me animó Peeta, señalando el mar al horizonte.

— ¡Oh, Dios, sí!

A lo lejos, en lo alto del acantilado mirando al océano, había una pequeña iglesia.. o lo que quedaba de ella. Tres paredes aún estaban en pie y, conforme nos acercábamos, pude ver los restos de la cuarta repartidos por el suelo en diferentes montones. El techo y el suelo habían desaparecido tiempo ha, pero la naturaleza había llenado el vacío. Unas margaritas diminutas y el precioso cuelo azul se habían fusionado a la perfección con los cimientos y los muros desgastados, y habían creado algo que casi se fusionaba con la tierra.

Ninguno de los dos dijo nada durante un rato. Nos limitamos a permanecer en pie allí en medio, empapándonos de aquella silenciosa belleza. Era como siempre había imaginado. Cuando estaba en el hospital, fantaseando sobre lugares distantes y viajes exóticos a destinos desconocidos, aquello es lo que siempre había visto en mi cabeza.

Y allí estaba, haciendo realidad mi sueño.

Gracias a Peeta.

Me di la vuelta y nuestros ojos se encontraron. Y allí, en mitad de la iglesia, rodeados de flores silvestres, mientras las olas rompían abajo, el amor de mi vida se inclinó sobre una rodilla.

— ¿Qué haces? — le pregunté con la voz temblorosa y débil mientras le miraba.

— Lo que he querido hacer desde la primera vez que te vi.

— No sé qué decir.

— No digas nada — me sonrió con calidez —. Solo escucha.

Yo asentí, y Peeta me tomó de las manos.

— Sé que crees que te he salvado, pero lo cierto es que tú me has salvado a mí. Cualquiera con dinero podría haberte pagado esas operaciones. No tiene ningún mérito. En cambio tú me has sacado de la oscuridad. De no ser por ti, me habría pasado la vida en aquel hospital, odiándome por los errores del pasado. Eres la luz de mi vida, mi ángel, y ahora quiero que seas mi esposa. Por favor, di que sí, Katniss. Por favor, hazme el hombre más feliz del mundo y cásate conmigo.

Los ojos se me llenaron de lágrimas cuando vi que se metía la mano en el bolsillo y sacaba una cajita negra. Cuando abrió la tapa y vi el deslumbrante anillo que había dentro me quedé sin respiración.

Clásico y atemporal, exactamente lo que yo habría elegido. No pude evitarlo, estiré la mano y deslicé mis dedos sobre el solitario que estaba encastado en una fina alianza de oro.

— Sí — contesté en voz baja mientras las lágrimas de felicidad me corrían por el rostro.

Lo miré mientras me deslizaba el anillo en el dedo. Encajaba a la perfección. Y cuando se levantó y me cogió en brazos, sus ojos resplandecían de felicidad y alegría. Un "para siempre jamás" a su lado era lo que yo más quería en la vida.

— Te quiero — dije pasando las manos por su desordenado cabello rubio.

— Te quiero.. eh, ¿has oído eso?

¿Qué? ¿Cómo? No es así como sigue el diálogo.

— Oír. ¿El qué? — le pregunté.

— Juraría que he oído gritar a un niño. ¿No lo has oído?

— No, no he oído nada.

Esto sí que no pasó nunca.

Un oscuro temor se despertó en mi pecho mientras Peeta escudriñaba nuestro alrededor.

— Ven, vamos a echar un vistazo.

De pronto oí el débil llanto de un niño. Miré a mi alrededor pero lo único que había eran colinas y millas y millas de verde.

Otro grito.

— ¡Espera! ¡Creo que viene de allí! — señalé y me giré hacia la derecha, lo que nos llevó a caminar tierra adentro, hacia un grupo de árboles.

No recuerdo que hubiera ningún bosque.

Nos adentramos por entre los árboles y de pronto todo se volvió muy oscuro. Las ramas cercanas a las copas parecían vivas y se extendían hacia nosotros como si nos buscaran.

— Creo que he vuelto a oírlo — dijo Peeta, y aceleró el paso.

Caminaba tan deprisa que casi corría y me costaba seguirle. Las enormes raíces de un árbol aparecieron ante mí, cerrándome el paso, y no tardamos en quedar separados.

— ¡Peeta! — grité mirando a izquierda y derecha.

— ¡Katniss! Estoy aquí.

— ¡No te veo!

Empecé a girar, sintiendo que el pánico se apoderaba de mí.

— ¡Peeta!

Noté que mi aliento se debilitaba y me quedé paralizada, mientras las paredes negras del bosque se cerraban sobre mí.

El niño volvió a gritar, y esta vez fue un grito de angustia. De repente no sabía qué hacer.

¿A dónde tengo que ir? ¿Hacia dónde debo correr?

— ¡Peeta! ¡Ayúdame! — conseguí decir antes de desmayarme.

Y unos segundos después, la oscuridad me engulló.


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Bueno amores, ¡aquí tenéis el prólogo de la segunda parte!

Siento muchísimo la tardanza, he estado un poco liada y pachucha y no he podido hacerlo antes, pero lo prometido es deuda.

Espero poder actualizar pronto y que os guste tanto esta parte, como la primera.

¡UN BESSSSSSO Y MUCHO AMOR! 💜💜💜💜

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