Dolores crecientes.

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PEETA.

— ¿Dónde demonios está? — rugí, golpeando la mesa con el puño. 

Mi secretaria, Clove, se quedó encogida en un rincón, porque no estaba acostumbrada a verme así, y eso me hizo detenerme. 

— Perdóname, Clove — dije encogiéndome y uniendo las manos ante mí en un ruego silencioso. 

Ella asintió y dio un tímido paso al frente. Me aflojé la corbata en un intento desesperado por lograr que el aire volviera a circular libremente por mis pulmones. Estaba en una habitación tan inmensa a su lado muchos apartamentos de Nueva York quedarían pequeños, y sin embargo, me estaba asfixiando. 

¿Era así como se sentía Katniss cuando no podía respirar porque su corazón no se lo permitía? 

Me llevé la mano al pecho y me di cuenta de que no era mi corazón lo que no funcionaba, si no mi cerebro. Tenía que serenarme y respirar hondo.

Igual que hacía mi padre antes que yo, fui hasta los grandes ventanales que dominaban la ciudad y me puse a contar. Para cuando llegué al diez, la sangre tenía un ritmo más pausado en mis venas y mi respiración se había normalizado. 

— Encuéntralo, por favor — dije. 

Clove seguía de pie junto a la puerta, y seguramente estaba demasiado asustada para irse sin instrucciones. 

— Enseguida — añadí. 

Ella se escabulló y me quedé contemplando estoicamente las calles allá abajo. 

Prácticamente me había criado en esa oficina. Desde pequeño, me habían educado para que algún día me hiciera cargo del negocio familiar. Mi padre siempre fue un hombre difícil. Vivía tan obsesionado con su éxito que no era capaz de ver más allá ni de pensar en los hijos que estaba dejando atrás. 

Nos quería, a su manera. Y sé que darlo todo por la empresa fue su forma de demostrarnos su amor. Pero en aquel instante, allí de pie contemplando la misma vista que él había observado año tras año, comprendí que, a diferencia de mi padre, yo no podría dejar que esa ambición me consumiera. 

Jamás. 

Había demasiado en juego. 

No había llegado tan lejos para volver a caer en el abismo, y Katniss se merecía mucho más que ser la esposa de un ejecutivo incapaz de pasar tiempo con ella. 

Mierda. Para conseguir eso iba a necesitar un poco de ayuda. 

Aspiré profundamente un vez más. 

La voz de Clove sonó por el intercomunicador. 

— Señor Mellark, lo tengo al teléfono. 

Fui hasta la mesa y apreté la tecla para responder. 

— Gracias, pásamelo. 

Oí que Clove colgaba y se hizo el silencio. 

Tomé asiento y esperé a que él tuviera las pelotas de decir algo. 

Finalmente, del otro lado de la línea llegó un profundo suspiro. 

— ¿Me vas a castigar con tu silencio, hermanito? Pensaba que ya habíamos dejado atrás esa clase de chiquilladas. 

— Yo también, Marvel — respondí sarcástico. 

— Oh, vamos. Estamos en fin de semana. ¿No tienes nada mejor que hacer que llamarme al amanecer y tocarme las narices? 

Seguir Viviendo (Evellark) Where stories live. Discover now