Undécimo capítulo: La libertad

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     En las afueras de la aldea, ubicados en un gran almacén mayorista y rodeados de oscuridad y cajas enormes de madera de variados contenidos y tamaños apiladas ingeniosamente para formar inmensas pirámides, un grupo de seis hombres de mediana edad se encontraban sentados formando un corro sobre contenedores y jugando con las cartas en torno a una mesa improvisada con una tabla de madera con algunas tachas en ambos lados apoyada sobre dos barriles de cerveza.

     El día se había consumido muy prontamente y por ello tuvieron que recurrir a la luz de varios candiles colocados estratégicamente para que se vieran perfectamente las cartas y las manos de los jugadores en pos de que ninguno recurriese a picarescas para ganar unas cuantas monedas de más financiadas por los bolsillos de sus camaradas.

—Lo veo y subo a diez drakanos —se lanzó el último de ellos, poniendo más monedas sobre la mesa poco antes de darle otro sorbo a su jarra de cerveza.

     Todos los hombres arrojaron sus cartas, y sorprendentemente uno de ellos ganó por tercera vez consecutiva.
    
—¡Oh, vamos, haces trampa! —exclamó Edward ya con algunas cervezas de más y un bolsillo vacío.
   
—Demuéstrame como hago trampa si todas las luces están puestas en mi. Solo tengo suerte, compañero —respondió su secuaz llevándose todas las monedas de la mesa con ambas manos.
             
    Un tercero se sacó un puro de la boca y le dio una palmada en el hombro.
   
—A ver, bájate los pantalones y muéstranos que no guardas cartas ahí abajo.

—¡Solo guardo una salchicha! ¡Ja, ja, ja!

     El soldado se bajó los pantalones sin ningún pudor y comenzó a agitar el miembro delante de sus compañeros provocando sonidos de asco entre ellos. Por suerte aquello no duró demasiado y se subió los pantalones cuando escucharon unos golpes seguidos en la puerta del almacén, haciendo imposible que fuese el viento.

—¿Han tocado?

—Sí, hagamos como que no estamos —propuso Edward.

     Todos acataron el plan en silencio y nadie respondió, pero los golpes sonaron nuevamente. Y luego, volvieron a sonar una vez más.

—¿Será el duque? —se extrañó uno de ellos.

—¿A estas horas? No creo, ese gordinflón a las seis de la tarde ya no puede ni moverse.

     Fuese quien fuese, el sonido de sus nudillos volvió a romper la tranquilidad de los amigos. Podrían haberlo ignorado de no ser porque los golpes sonaban bastante fuertes y rompían la tranquilidad de la noche.

—Me está exasperando, mirad, voy a ver quién es. A lo mejor es solo un niño que se ha perdido.

—Un niño que se ha manoseado mucho, diría yo.

     Mientras todos reían en voz baja, uno de los hombres se puso en pie, tomó uno de los candiles apostados sobre las cajas y se dirigió a la entrada del almacén sorteando barriles y auténticas murallas de contenedores de madera. Lo malo de que se hubiesen establecido en lo más profundo del almacén es que salir de noche intentando no tropezar era un autentico suplicio.

     Cuando por fin llegó, abrió con la llave del almacén una pequeña puerta ubicada en uno de los portones y comprobó que al otro lado había una joven menuda, con la cara cubierta por un capuchón negro y con una muñeca bajo el brazo que había aguardado pacientemente a que alguien le abriese la puerta.

     El soldado no pudo apreciar bien la edad pues estaba cubierta, la muñeca le hacía pensar que era bastante joven. Pero aquello de que fuese una chica tan joven y que pudiese golpear con tanta fuerza como para que lo pudiesen escuchar mientras jugaban a las cartas no le cuadraba demasiado.

Cazador de sangreDonde viven las historias. Descúbrelo ahora