La flor resistía los embates del viento con la firmeza de un roble, entre la masa medio amarillenta de pasto, Desirée observaba con atención el vaivén de la planta que se sacudía como si todo alrededor remolineara. Era de un azul radiante, majestuosa entre la maleza moribunda, pero entonces, la mano gigante y rugosa de Gustave le dio fin al glorioso espectáculo.
La niña, indignada, alzó la vista hacia el hombre, quien le sonrió como si no entendiera lo que acababa de suceder. Gustave continuó arrancando el pasto hasta despejar la lápida.
—¿De quién es? —preguntó la pequeña, ahora motivada por una nueva curiosidad—. No tiene nombre.
Desirée nunca había estado en un cementerio, pero muy bien sabía que todas las tumbas llevaban escrito el nombre del muerto.
—De alguien importante. No lo tiene porque fue borrado.
—¿Lo borraste vos?
—No, lo borró alguien que necesitaba olvidar.
El acento francés de Gustave revelaba su nacionalidad apenas pronunciaba algunas palabras, sin embargo, tras una década de haber llegado al país, su español era tan fluido como el de cualquier argentino.
El grandote se persignó y acto seguido cerró los ojos.
Desirée lo observó comtemplativa. Con su abuelo podía hacer muchas cosas que con su madre no, ya porque a ésta no le gustaban, ya porque esperaba que hiciera algo más que jamás terminaba de entender. Pero con Gustave nada era confuso, con él todo, simplemente, era como debía ser.
Notó que los labios de su abuelo se movían con ligereza, como si con mudez le hablara a alguien. Rezaba, o charlaba con su amigo, quizás. Miró luego en derredor, no había tantas tumbas como imaginó que debían haber en un cementerio. El lugar se le antojó amarillento, un prado con más pastizales que cemento. En los libros los cementerios tenían estatuas tristes y viejos paredones, eran grandes necrópolis laberínticas, sin embargo, aunque igualmente desoladora, aquella realidad era muy diferente a la de su cabeza.
—¿Venís siempre acá? —indagó Desirée, unos minutos más tarde, mientras se alejaban por un sendero de ladrillos molidos.
—Una vez al año... Se acerca tu cumpleaños número siete ¿Qué querés que te regale? —El anciano cambió de tema.
—El Cancionero de Don Javier.
Gustave sonrió sorprendido por la respuesta, siempre le cantaba, antes de dormir, las canciones de Don Javier, había una en particular que Desirée amaba, la de las hijas de Don Javier y sus tres pretendientes.
—¿No prefieres una muñeca?
—Me preguntaste qué quería, quiero eso, dijiste que en Buenos Aires lo venden.
Pocas veces Gustave se había negado a los pedidos de su nieta, solo a aquellos que le eran humanamente imposible cumplir, o comprar. Como todos los años, el hombre visitaba a su hermana en la capital uno o dos meses antes del cumpleaños de la niña y, de paso, le traía algún juguete de regalo. Esta vez quiso un libro, «está creciendo» pensó Gustave, feliz de que mostrara interés por las letras. Alguna vez fue profesor de literatura, y un proyecto de escritor que murió como tantas cosas en su vida lo habían hecho. A veces, el dolor de las tragedias suele echar raíces en el corazón del poeta y germinar como una sublime creación, mas para Gustave, junto con la Gran Guerra, la muerte de su musa significó la resignación de sus sueños de literato a las tierras de Santa Rosa de Toay, más allá del océano, en las vastas llanuras argentinas, entre los hornos de una panadería; viudo y de la mano de las mujeres de su familia, desembarcó en la América austral buscando un poco de paz para su alma.
Para 1912 pisaron el puerto de Buenos Aires y, un año más tarde, Gustave, su hija y su nieta, arribaron a Santa Rosa de Toay, en las pampas argentinas, sin Annette, la hermana que año a año visitaba el francés en la capital nacional.
Santa Rosa era la capital del Territorio Nacional de La Pampa Central, una comunidad que desde su fundación, en 1892, se había convertido en destino y refugio de muchas familias de inmigrantes provenientes del Viejo Mundo. Ahora, hacia 1924, se había vuelto una ciudad próspera y en constante crecimiento, y un hogar como el que Gustave y su familia habían anhelado al dejar todo más allá del Atlántico.
—Sabés que no me gusta que Desirée ande fuera de casa después de las siete —reprochó Germaine, madre de la niña, al verlos cruzar la puerta. Amasaba pan.
—Fuimos al almacén de la otra cuadra y me quedé tomando unos mates con Gregorio, a Desirée le encanta jugar con su nieta —se excusó Gustave, mientras colocaba su sombrero en un gancho de la pared que simulaba un perchero muy improvisado. No mentía, al menos no en parte, puesto que después de visitar el cementerio pasaron por el negocio de Gregorio Romano, aunque obvió aquel primer destino.
—También deberías saber que es alérgica a las amapolas, la hija de Gregorio tiene el jardín lleno de esas porquerías.
—¿Cuándo vas entender que no es ella?
—¿Quién?
—Nada, dejá —concluyó Gustave, con cierta resignación en el tono.
Caminó hacia el patio, luego, y vio a su yerno tomando mates entre la densa humareda del tabaco. Se acercó a él y le sacó el cigarro de la boca. Le dio una pitada intensa y se lo devolvió.
—Traete una silla que recién mojé la yerba —indicó Feliciano, padre de Desirée.
Gustave lo miró y le pareció más cansado que otras veces.
—¿Día jodido en el trabajo?
—Un día de mierda como todos.
De fondo, los gritos de Germaine a Desirée para que entrara a bañarse resonaron en la galería. Gustave volteó la vista atrás, medio curioseando por los bramidos de su hija, medio buscando una silla para acompañar a Feliciano en la mateada. Solo pudo ver a Toto, el perro de la niña, tumbado sobre un charco de agua junto al helecho recién regado, tratando de pasar el calor de aquella tarde húmeda.
—Voy adentro a buscar una silla, de paso traigo la radio. —El otro ni respondió, ni lo miró, parecía hipnotizado por el humo del cigarrillo, perdido en quién sabe qué divagaciones, como era su costumbre.
En el comedor, la mujer seguía amasando el bollo, desvió la atención de su empresa por un segundo para observar a su padre y luego volvió sobre la masa. Desirée ya no estaba.
Gustave fue a la cocina por la radio y regresó al instante donde Germaine. Antes de llevarse una silla de la mesa sobre la que su hija trabajaba, apoyó las manos sobre el respaldar del asiento, respiró profundo y dijo:
—Necesitamos hablar sobre Desirée.
—¿Qué tiene Desirée?
—No ella —apuntó con el índice en dirección al baño—, la otra Desirée.
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Todas las muertes de Desirée
RomanceEn medio de un país políticamente convulsionado, los caminos de Desirée y Valentín se cruzaron por casualidad. Ella, una joven de bajos recursos económicos que se gana la vida vendiendo pan; él, un muchacho de buena posición que sueña con hacer del...