Capítulo XII

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Una nube tenue de polvo brotó de entre el caos de cajas desparramadas. Valentín, que poco y nada se aparecía por el depósito, estaba sumergido hasta la cintura dentro de aquel mar de cartón y chucherías, decidido a encontrar eso que sabía que alguna vez vio allí.

—¡Ajá! —exclamó victorioso, alzando el objeto en alto, lo suficiente como para que un rayo de sol del exterior le permitiera inspeccionarlo con mayor claridad. «Sabía que vino con las porquerías», pensó.

Se trataba de una cajita de madera rústica, tenía un cerrojo simple, bastaba empujar la trabita hacia un lado para que se abriera automáticamente, impulsada la tapa por algún sistema de resortes.

Se sentó a la mesa y colocó la caja a un lado del plato. Inés, que lo había visto nacer y crecer, como la abuela que nunca tuvo, le sirvió una pata de pollo con calabacín que aquél ignoró.

—¿Será que no está bien aromatizado? —dijo Inés.

—¿Qué? —Valentín la miró confundido.

—Te hice tu comida preferida y estás embobado con esa caja vieja.

Valentín rio y continuó ignorando el almuerzo.

—¡Mirá! —Corrió la traba y la caja se abrió dejando ver una bailarina de porcelana.

Inés observó el objeto durante unos segundos, no entendió por qué tanta fascinación con algo que ni siquiera funcionaba.

—¿No debería girar? ¿Sonar música... o algo?

—Sí, pero está rota y no sé cómo arreglarla. Era de Débora, se la regaló nuestro abuelo, cuando papá le dio una más linda a esta la dejó tirada.

—¿Y qué vas a hacer con esa caja?

—Se la voy a regalar a Desirée, se parece a la bailarina, ¿creés que le guste?

—Estoy segura de que sí —dijo Inés, que inspeccionó la caja durante unos segundos para luego alejarse con ella.

—¿A dónde vas? —preguntó el otro, confundido.

—Voy a limpiarla, ¿no ves que está llena de tierra y telarañas? Es un asco, no le podés dar un regalo así... quiero ver ese plato vacío.

Inés era una mujer de sesenta y pico, nadie sabía con exactitud su edad porque se negaba a confesarla, como si de algún modo aquello le impidiera envejecer. Llegó a la estancia de los Aráoz un invierno de 1898, con hambre, frío y una hija consumida por la polio. Álvaro Aráoz padre, un joven viudo de quien el hijo había heredado la vocación de médico, las acobijó y alimentó, aunque la suerte de la madre no la correría la hija, quien moriría pocos días después víctima de la enfermedad.

Inés había sido una madre para Álvaro hijo, los brazos en los que Álvaro padre encontró el más profundo amor y, ahora, esa abuela que todo lo haría para ver sonreír a Valentín.

Tomó un trapo que humedeció apenas en un tazón y, con mucho cuidado, lustró primero la bailarina y luego la madera. Sabía que Desirée era importante para el muchacho y, aunque no conocía a la jovencita personalmente, su historia le recordaba un poco a ella misma en su juventud. Además, si Valentín sonreía, Inés sonreiría con él.

—¿Por qué nunca traés a Desirée acá? —preguntó la mujer, mientras envolvía la caja con un papel.

—No sé. ¿No te parece que sea inapropiado? Digo... no quiero incomodarla.

—Es tu amiga, ¿qué tiene de malo?

Valentín se quedó con la mirada perdida por un instante, como meditando aquello que le planteó Inés.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora