Capítulo VIII

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Entre puteadas al aire, Feliciano rengueaba acometido por cierta sensación de impotencia, la situación familiar de los últimos cuatro años venía de mal en peor y lo que menos necesitaba en ese momento era ser atropellado por un niño en bicicleta.

El jovencito, ligeramente más alto que Feliciano, le hacía de apoyo mientras caminaban hacia el hospital que se encontraba a tan solo una calle de donde se produjo el incidente. Desde entonces, el muchacho no hizo más que disculparse un sinfín de veces. Por su parte, Feliciano bufaba más por bronca que por dolor; enfermar, de ninguna manera podía ser una posibilidad para él y su familia. Demasiado tenían ya lidiando con Germaine.

—Los pobres siempre la ligamos por culpa de los ricos —se quejó el rengo, por lo bajo.

—¿Cómo dijo señor?

—Nada, nene.

—Yo no soy rico, señor.

—Tu pelo brilloso, tus cachetes rosados, tu ropa fina...—observó Feliciano, indignado.

Ya cruzaban la puerta del hospital cuando el golpeado terminó de decir aquello.

—¿Valentín? —interrumpió una enfermera, al advertir la presencia del joven entrando con el otro medio colgado del hombro—. ¿Qué pasó?

—Choqué sin querer a este hombre y se lastimó la pierna, por favor, avisale a mi papá para que lo vea.

—Vení, traelo acá, que se siente —indicó la enfermera quien, tras revisarlo un poco, desapareció hacia el final del pasillo con pasos cortos y ligeros cual liebre que huye del depredador.

—¿Tu papá es doctor?

—Sí.

—Y decís que no sos rico...

Valentín medio sonrió y prefirió guardar silencio, ya lo había atropellado, no hacía falta, además, discutir banalidades con él. No quería alterarlo aún más.

No pasaron más de cinco minutos antes de que el médico apareciera. Valentín lo vio y no supo si tranquilizarse o sentirse aún más preocupado.

—Buenos días, soy el doctor Aráoz, le pido disculpas en nombre de mi hijo.

—Papá...

—Ya me contó la enfermera —lo interrumpió—. Venga conmigo, lo ayudo —dijo, luego, a Feliciano.

Valentín se quedó en el pasillo esperando. Fue entonces cuando se percató de que, en la conmoción del accidente, olvidó completamente su bicicleta en la calle. Sin embargo, la dio por perdida, otro castigo al volver a casa supuso.

Cuando la puerta del consultorio se abrió, se paró de golpe. La seriedad que barrió las medio sonrisas de los rostros de los hombres al ver al jovencito no le vaticinaron nada bueno.

Feliciano llevaba un bastón.

—Valentín —dijo Álvaro, su padre—, el señor Abellán va a necesitar descansar unas semanas, me contó que trabaja en construcción, así que no va a poder hacerlo por lo menos durante un mes, puede que dos, dependiendo de cómo se recupere.

—Entiendo —respondió Valentín.

En realidad no entendía, no del todo.

—Me comentó que no puede dejar de trabajar porque tiene una familia que sustentar, y como todo esto es tu culpa, le dije vas a trabajar hasta que él pueda volver realizar sus actividades con normalidad.

—Pero, papá, yo no sé ni cómo agarrar una pala. ¿Y si meto la pata?

—No hace falta que lo menciones, eso ya lo sé. La hija del señor Abellán tiene una panadería en su casa, vas a ayudar ahí todos los días. También vas a traerlo para que le revise la pierna cuando tenga que venir.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora