Capítulo IX

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El baño después de la escuela le pareció en vano, Valentín caminaba bajo el sol de las tres de la tarde con la remera empapada de transpiración. Embestir al hombre le había costado no solo tiempo de su vida invertido en la familia Abellán, sino también su bicicleta, lo que implicaba que debía caminar hasta que su padre lo considerara merecedor de una nueva.

El calor parecía tener abrumada a Santa Rosa esa tarde vacía y silenciosa, salvo por un canillita que gritaba con euforia la noticia principal del día: el cuestionado ascenso de Agustín Pedro Justo a la presidencia, el día anterior.

Tan pesado era el ambiente que respirar junto a los hornos de la cocina parecía más sencillo que pasear por las calles ardientes del pueblo.

—Tomá —dijo Desirée al verlo todo mojado—, secate. —Le pasó una toalla y acto seguido dejó la cocina; supuso que para que tuviera privacidad.

Valentín se quitó la remera y se secó la cabeza y el torso. Mas sus suposiciones se cayeron cuando la muchacha cruzó la puerta de regreso apenas unos segundos después de irse, con total normalidad. Él se quedó viéndola sorprendido. Ella extendió su brazo, como si ver a Valentín en cueros no le generara la misma sensación de pudor que a él.

»Te traje una remera limpia.

—No creo que a Feliciano le agrade que use su ropa, él no parece tener un buen concepto de mí.

—Él no tiene buen concepto de casi nadie. No te van a quedar las remeras de él, así que no te preocupes, es de... no importa, ponétela que tenemos que amasar.

—Jamás hice una masa —advirtió, al tiempo que se ponía la ropa, cubierto el rostro por la tela.

Cuando emergió desde las entrañas de la remera, con los pelos revueltos y las mejillas coloradas, Desirée sintió una mezcla de ternura y encanto.

Llevaba un día de conocerlo pero le era suficiente para entender que, a pesar de tener casi la misma edad, habían tenido vidas completamente distintas; con seguridad Valentín nunca necesitó saber cómo se hace una masa o fregar una remera, porque habría alguien más que lo hiciera por él. Sus preocupaciones mayores tendrían que ver con el colegio y las matemáticas, algo a lo que Desirée se había visto obligada a renunciar hace muchos años. Sus dolores, incluso, serían distintos. Pero no podía juzgarlo, el mundo era así, injusto con algunos —algunos muchos—, quizás Valentín ni siquiera era del todo consciente de la realidad. Tanto él como ella eran un producto, una consecuencia social, un estado del mundo. Y lo cierto es que, en una Argentina agitada como en la que vivían, crecer ignorando el costado más convulsionado de la sociedad era un privilegio que, en el fondo, Desirée envidiaba.

—Ahora vas a aprender —dijo ella.

—Buenas tardes —saludó Feliciano, quien se hizo presente en el lugar, rengueando y sin bastón. Le esperaba una larga tarde de mate y tabaco en el patio, junto a Toto.

—Buenas tardes, señor Feliciano.

—Tomá, acá está la bombilla, pa —indicó Desirée—. Llevate el mate que Valentín te alcanza en un rato la pava.

—Gracias, nena —dijo Feliciano, y se fue de la cocina.

Valentín, que pesaba la harina para meterla en el fuentón en donde amasaría el pan, puso una mirada de confusión a Desirée.

—¿Qué?

—¿Le dijiste «pa» a tu tío?

—No, le dije «pa» a mi papá.

—¿Es tu papá?

—Eso acabo de decirte, Valentín.

—Entonces tu papá y tu tía... perdón, son cosas que no me incumben.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora