Capítulo VI

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—¿De dónde sacaste esta foto? —preguntó Feliciano.

—El abu me la dio... dentro de un libro, el día que se fue.

—Ese viejo zorro. —Feliciano rio.

Justo en ese momento, varias semanas después, entendió que las palabras que Gustave le dijo en la estación de trenes el día que partió hacia Buenos Aires tenían que ver con esa fotografía, éste muy bien sabía que no había otra opción para Desirée más que preguntarle a su padre sobre «la otra Desirée», como todos le llamaban, y a la vez poner a Feliciano de cara a sus demonios internos, el propio Gustave lo había llamado «cagón» por no animarse a hacerlo.

»Gustave siempre supo que debía ser yo y no él quien te contara la verdad, hija, es una responsabilidad mía. —También era un hecho que Feliciano nunca lo haría si su suegro no forzaba, de alguna manera, la situación.

Desde el comedor, el llamado que menos apreciaba Desirée se hizo oír. Pero esta vez, sabiendo que venía con novedades de su abuelo, la niña corrió al encuentro con su madre cargada de ilusiones.

—Esto es para vos —dijo Germaine, extendiéndole un objeto envuelto.

Desirée lo inspeccionó por fuera. No tenía dudas de que su cumpleaños se había adelantado unas semanas, o cuando menos el regalo de Gustave. Apenas lo sostuvo, imaginó que aquello envuelto con papel marrón y cinta amarilla se trataba de un libro. Debajo del moño a medio desatarse, venía adjunto un sobre, en cuya solapa estaba escrito su nombre.

Se arrodilló y colocó el regalo sobre el suelo. Quitó la cinta con delicadeza y abrió el sobre; del interior, extrajo un papel con un mensaje escrito a puño por Gustave que decía: «Mi petite princesse, tu tía Annette se enfermó y debo quedarme con ella, no voy a mentirte, estoy un poco asustado, pero confío en que todo va a salir bien. Te pido perdón por no estar en tu cumpleaños, te prometo que será la primera y última vez que no esté. De todos modos, te envío este regalo, sí, te va a llegar antes de los ocho, y sé que eso te encanta (no puedo verte pero sé que estás sonriendo). Sos la petite princesse de todos mis palacios, nunca te olvides de eso».

La carta estaba firmada con fecha de tres semanas atrás, mientras leía la suya, Germaine se quejaba en francés del servicio postal y lo ineficiente que era. Entonces, el toc toc de la puerta silenció sus quejas.

—¿Es usted familiar del señor Gustave Poulin? —preguntó el sujeto, sin presentarse, rígido como un soldado en formación.

—Soy su hija —contestó Germaine—. Usted es...

—Lamento traerle malas noticias, señora, su padre tuvo un accidente —informó el hombre—, él y su hermana...

—¿Qué?

—Perdón, soy policía, los cuerpos se encuentran en Buenos Aires, necesita acercarse a la comisaría local para más detalles.

Un frío estremecedor trepó por las piernas de la mujer, que no daba crédito a aquello que el otro, con la sensibilidad de una piedra, acaba de soltarle.

Lo último que Desirée escuchó fue el «chau» del policía y, después del portazo, todo se volvió confuso.

Algo en su interior se quebró.

El ambiente se tornó pesado, como si de pronto cayera en un abismo infinito... húmedo y caluroso, sin luz, sin aire. El murmullo de unas voces llegaban a Desirée como un eco indescifrable, en algún punto del espacio estaban sus padres hablándole, pero ella no los encontraba, simplemente, caía.

En medio de la vorágine sensorial que le sucedía, sintió el fuego quemar su rostro. ¿Acaso estaba en el infierno o, acaso, lloraba? Sí, era eso, las lágrimas saladas le ardían. Todo le ardía. El primer pum después de la noticia marcó el compás del dolor, que desde el pecho se extendió hacia todo el cuerpo. Cada latido era un calambre total, como si, incluso, hasta el más pequeño músculo de la cara se contrajera de una forma violenta e insoportable. Ya no era solo fuego, ahora eran cientos de puñales clavándose en todo su cuerpo.

Quería gritar, mas con cada intento se ahogaba un poco más. Además, ¿quién la socorrería allí? Había llegado a un punto vacío en el que su espíritu perdió cualquier rastro de la realidad. Allá estaban solo ella y su alma, allá no había nadie, no había nada... solo dolor.

¿Estaría muriendo? Comprendió que la muerte la había llevado hasta ese punto, pero no estaba segura si ese padecimiento negro implicaba la suya propia.

Entonces vio una luz, y recordó las tantas historias que sus amiguitos de la escuela contaban en el recreo, sobre la forma en que el alma era atraída por un brillo encantador hacia la muerte. Ahora lo sabía, no mentían, estaba convencida de que moriría.

Pero lo cierto es que aquello se trataba, en realidad, de vida. En esa claridad, que poco a poco se fue intensificando, el rostro de Feliciano fue apareciendo, como una figura amorfa que cobró sentido en el sinsentido.

Desirée volvió a la realidad. Su madre estaba sentada en una silla cubriéndose el rostro con las manos. Su padre la observaba, pálido; con un brazo la sostenía por la espalda y con el otro abanicaba un diario frente a la cara de la niña, a la espera de que reaccionara.

Feliciano le decía algo que no terminaba de entender.

—Papá —murmuró, finalmente.

—Corazón...

Ya los labios del padre comenzaban a temblar.

—El abuelo...

Desirée no fue capaz de terminar la frase ni Feliciano de decir algo al respecto. Las palabras sobraban. Solo se abrazaron en silencio.

A un lado de la niña, la primera página del libro abierto de «El cancionero de Don Javier» decía manuscrita: «Cuando no esté cerca de vos, siempre vas a encontrarme acá, entre las páginas de un libro. Feliz cumpleaños, mi Desirée. Te amo con mi vida, tu abuelito.»

Una parte de Desirée nunca regresaría de aquel abismo.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora