Capítulo IV

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—Quiero ir al cementerio.

—¿Por qué querés ir al cementerio? —indagó Gustave.

Desirée acariciaba la cabeza de Toto, quien comenzaba a dormitar. Germaine siempre decía que el perro no servía para nada, solo para dormir y comer, y la niña pensaba que no había nada que quisiera más que ser un perro. Toto podía hacer lo que le placía sin que nadie se lo impusiera.

—Parece un lugar tranquilo para estar, no hay nadie. Bueno, hay muertos nada más.

—¿Y no le tenés miedo a los fantasmas?

El viejo se cebó un mate burbujeante. En la radio, las noticias pronosticaban un año caliente para Argentina en el terreno político, al parecer un quiebre dentro del partido radical lo dividió en dos filas fuertemente enfrentadas: por un lado los que seguían al heredero de Yrigoyen, el presidente Marcelo Torcuato de Alvear, y por otro los fieles al propio Yrigoyen. Las noticias que venían de Santa Fe criticaban también al presidente por rechazar a Juan Boneo como arzobispo de Buenos Aires, luego de que éste fuera nombrado por la Nunciatura como administrador temporal de la diócesis de esa provincia tras ser el candidato de Alvear, monseñor De Andrea, rechazado por el Vaticano. Gustave era un ferviente simpatizante del dirigente caudillo, por lo que los ánimos de su espíritu yrigoyenista fluctuaban entre la gracia y la bronca frente a aquellos hechos.

—¡Abuelo! —gritó Desirée, ante un Gustave abstraído por sus pensamientos.

—¿Sí?

—No me estás prestando atención —reclamó la niña, de brazos cruzados. Toto ya se había dormido y roncaba.

—Perdón ¿Qué me decías?

—Te dije que no me asustan los fantasmas, los vivos sí.

—También a mí —coincidió el abuelo—. ¿Por qué te asustan a vos?

—Porque son malos y nunca me dejan hacer lo quiero, encima están por todos lados. ¿A vos?

—Porque no los entiendo. Pero, ¿sabés qué...? ¿Te cuento un secreto?

Desiré se acercó a su abuelo y, reclinándose un poco hacia adelante, con las manos sobre las rodillas, sonrió con complicidad, como si Gustave fuera a revelarle uno de los más grandes misterios de la vida.

—Sí, decime.

—No te preocupes, que cuando crezcas vas a ser libre de los vivos, en cierta forma. Aunque no voy a mentirte, seguramente les seguirás teniendo miedo, eso les pasa a todos, niños y viejos.

—¿Ves, abuelo? Por eso el cementerio es mejor.

—Vení, quiero darte algo, no es un cementerio pero te va a ayudar a olvidarte del mundo por un rato, al menos de este.

La niña siguió al anciano hasta su cuarto y se sentó en la cama mientras Gustave revolvía entre las cosas de un baúl enorme que se encontraba cerca de la esquina de la habitación, justo al lado del ropero, sobre el piso.

—¿Qué estás buscando? —preguntó Desirée, derrotada por la ansiedad ante la demora de su abuelo.

Cuando el hombre finalmente encontró lo que buscaba, cerró el baúl y se acomodó junto a la niña.

—Un libro —dijo, mientras se lo extendía a su nieta—. ¿Querés ser libre? Leé.

Desirée lo tomó y lo inspeccionó; «Le Tour du monde en quatre-vingts jours» decía el título, se trataba de un libro amarillento y con la tapa carcomida en la esquina izquierda superior. Olía a viejo, lo cual le resultó placentero.

—La vuelta al mundo en ochenta días —tradujo—. Está en francés.

—Entendés francés muy bien, no creo que sea un gran problema.

—Mamá y vos me enseñaron bien. Abuelo, ¿se puede dar la vuelta al mundo en ochenta días?

—¿Se puede? —repitió Gustave, con una sonrisita pícara.

—Voy a descubrirlo.

—Vas a descubrir mucho más.


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Con cada día que pasaba Gustave toleraba menos a Germaine y, en especial, la pasividad indiferente del padre de la niña.

Conforme Desirée creciera, estaba convencido de que los cruces con su madre se volverían insostenibles. Su comportamiento no era normal, eso era evidente, todos excepto la propia Germaine lo notaban. Por ello, el viaje a Buenos Aires esta vez suponía, además de una visita a su hermana, también a algún especialista que pudiera ayudarlo a ayudarla, o a intentarlo al menos.

No llevaba demasiado en su bolso, solo lo necesario para andar aseado y presentable. El viaje era largo y cansador —cada año un poco más—, nunca terminó de acostumbrarse al tren y la vejez solo lo complicaba más. Sabía que no estaba lejos el día en que ya no pudiese ver a su hermana, por ello es que, a pesar del trajín del viaje y el desgaste, sobre todo anímico, que implicaba, Gustave no dudaba en visitar a Annette todos los años, convencido de que así sería mientras pudiera subirse a ese tren por su propia cuenta.

Desirée corría por las estación sin ningún otro motivo que la sensación agradable del viento sobre su sien. A veces jugaba a que volaba, que era un pájaro o una mariposa, o algo más, cualquier cosa que volase.

—Vení para acá, estás molestando a la gente —reprochó Germaine, pero Desirée la ignoró, no la escuchó, ella simplemente voló.

—¿Sabés qué es lo que más me asusta de subirme a ese tren? —dijo Gustave a Feliciano, que llevaba por la mitad el segundo cigarrillo en unos pocos minutos. Se encontraban apartados, charlando solos.

—Te subiste a un barco y te fuiste a otro continente sin saber en dónde carajo ibas a terminar, ¿de verdad te asusta un tren que te lleva a la casa de tu hermana?

—Me asusta no volver. —El yerno lo miró durante unos segundos de silencio, como esperando que dijera algo más—. Mi hija no está bien, y vos no hacés nada al respecto, te quedás de brazos cruzados fumando. Si un día no vuelvo a bajar de ese tren, nadie va a hacer nada por Desirée... esta Desirée, la que corre y se ríe, no la que ustedes fingen que es.

—Yo... —Feliciano se quedó un momento callado sin saber qué responder, el planteo del otro le cayó de total imprevisto—. Mirá, Gus, ella la puede cuidar mejor que yo. Lo sabés bien.

—Lo único que sé es que sos un cagón que no se anima a enfrentarse a sus demonios, y la nena no tiene la culpa de eso, pero igual lo padece. Y dejame decirte que vos tampoco tenés la culpa de lo sucedido, solo de ser un cobarde.

Feliciano agachó la cabeza y escupió los restos del cigarrillo, necesitaba escapar de la mirada intimidante de Gustave, y pisar la colilla fue su salvavidas.

El tren ya se asomaba en el horizonte cuando Desirée corrió a los brazos de su abuelo. El primer sonido lejano marcaba siempre el comienzo de la despedida, pues la niña no se despegaba del anciano hasta que el gigante de hierro volviera a la marcha.

Con ojos tristes y algunos pelos locos enganchados entre sus labios, Desirée le decía adiós al único ser que la había visto por quien era.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora