Capítulo III

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Pocas cosas habían en el mundo que Desirée odiara más que peinarse después del baño. Germaine podía pasar largo rato cepillándole el pelo con la convicción de que a su hija le encantaba. Mas Desirée lo detestaba en silencio, aunque nunca manifestó su desprecio hacia aquel ritual cotidiano, por el contrario, al igual que con la muñeca de trapo, la niña aceptó sin más que lo que la madre le imponía era lo verdadero, aun cuando violentase de la forma más espantosa la intimidad de sus sentimientos —como muchas otras cosas.

Desirée era lo que su madre imaginaba que era; lo que debía ser, lo que debía esperar, lo que debía sentir. Era una Desirée que no era.

Cual muñeca de porcelana, tenía el pelo largo hasta la cintura, lacio y castaño, y una contextura flacucha de piel pálida que le daba aspecto de niña frágil y enfermiza. Solo sus mejillas rozagantes y sus ojos profundos como atardeceres refulgían de vida entre tanta languidez. Cuando terminó de cepillar el pelo de su hija, Germaine se dirigió a la cocina para atender el pan en el horno y servir los huevos revueltos.

Germaine era una mujer de andar nervioso, matrona obsesiva, madre controladora —o más bien sofocante— y católica ortodoxa, llevaba siempre el rosario arraigado al cuello y se aferraba a la estampita de algún santo que guardaba en el bolsillo del delantal. Amaba a su padre y a su esposo, pero era Desirée por quien más se desvivía.

Esa noche, madre e hija cenaron en soledad. Feliciano estaría emborrachándose en la cantina y Gustave lo suficientemente enojado como para compartir mesa con Germaine, por lo que las porciones de los comensales ausentes esperarían su turno en la olla.

—¿Qué escuchaste de lo que charlamos con tu abuelo?

Desirée había oído más de lo que se permitiría confesar, pues la serenidad escalofriante en el tono de su madre le sugería desentenderse de lo escuchado durante lo que, más que una charla, fue una acalorada pelea.

Entonces, mintió:

—Nada. Estaba hablando con papá cuando se gritaron—. Como terminara de decir la última palabra, se percató del error cometido y bajó la mirada al instante, sabiendo que debió haber dicho «charlaron» y no «gritaron».

—Me preocupa tu abuelo, a veces dice disparates que no tienen sentido. Se está poniendo viejo—. Apoyó su mano sobre la manito de Desirée y abrió grandes los ojos, como perturbada. —Si él te dice algo, vos contame a mí.

Desirée asintió con un movimiento de cabeza, siempre obediente.

En algún momento de la madrugada escuchó la puerta abrirse; Feliciano pasó de la entrada directamente a la cama, y se dejó caer todo cuan pesado era sobre el colchón, junto a su esposa

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En algún momento de la madrugada escuchó la puerta abrirse; Feliciano pasó de la entrada directamente a la cama, y se dejó caer todo cuan pesado era sobre el colchón, junto a su esposa. Germaine levantó la vista sobre el hombro, como si pudiera ver en la oscuridad del cuarto, y le preguntó si estaba bien, Feliciano contestó con un gemido seco que ella entendió como una afirmación.

Hedía a alcohol y tabaco.

La mujer empezaba el día con los primeros destellos de la mañana, preparaba a la niña para la escuela y, luego de que partiese en compañía de Gustave, salía a hacer las compras.

El itinerario era el mismo día a día: primero iba por verduras, luego compraba chuletas vacunas y algunas menudencias de pollo y, de ser necesario, pasaba por la botica en busca de algún remedio casero para los dolores articulares de Gustave. A veces alguna necesidad la llevaba hacia una última parada antes de volver a casa para iniciar la venta de los panes que horneaba la noche anterior. Desde que la edad empezó a repercutir en el cuerpo de Gustave, Germaine prefirió hacerse cargo sola de la panadería, aunque usualmente el anciano atendía a los clientes cuando su hija estaba ocupada.

Esa mañana el cajón de tomates fue el responsable del encuentro con Alicia, su cuñada, con quien rara vez hablaba, y cuando lo hacía era por la simple inevitabilidad de la situación, como ser la necesidad de tomates para la ensalada.

—¿Cómo está mi hermano? —preguntó Alicia, con falsa simpatía.

«Como si te importara», pensó la otra.

—Está bien —contestó Germaine, evitando mirarla, mientras seleccionaba un buen tomate. Cuando encontró el que juzgó el mejor del montón, volvió la mirada sobre su cuñada—. Deberías visitarnos más seguido, así lo ves vos misma.

Lo cierto es que nunca los visitaba, aunque tampoco le interesaba que lo hiciera.

—Lo sé, querida, las ocupaciones de la vida me tienen atada—. Rápidamente metió tres tomates cualesquiera en su bolso, como si le molestara menos el estado de aquellos que la presencia de Germaine—. Te dejo, estoy apurada.

—Hasta luego.

Alicia se había alejado unos pocos pasos del cajón de la fruta cuando decidió retomar la charla con su cuñada. Insidiosa, necesitaba dar la estocada final antes de irse.

—¿Cómo está Desirée? —soltó de la nada.

—También muy bien, en la escuela en este momento.

—Sí, es compañerita de Joaquín, la veo todos los días cuando salen del colegio.

—Entonces sabés cómo está —replicó Germaine, buscando cortar la charla con su apatía.

—Va a cumplir ocho años dentro de poco —observó Alicia, decidida a no irse sin antes dar el golpe de gracia—, como la otra Desirée.

Touché.

—No sé de qué estás hablando, no hay otra Desirée.

—Lo sé, corazón, pero sabés a qué me refiero.

—No, no sé a qué te referís. Si es todo lo que tenés para decirme, te agradecería que me dejaras hacer las compras tranquila.

—Siempre tan encantadora vos —concluyó Alicia, y se marchó con una sonrisa triunfal.

Los pocos que allí estaban conocían aquella realidad —en un pueblo chico las noticias siempre son grandes—, realidad que Germaine se negaba a reconocer o recordar. Unos se lamentaban por ella, otros, como Alicia, se reían, pero Germaine a su modo había logrado llenar el vacío, borrar el dolor.

Para la madre no había otra hija, para Germaine siempre hubo solo una Desirée.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora