Capítulo VII

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Esa noche Desirée logró conciliar el sueño rápido, quizás por el ardor de sus ojos, quizás por la tranquilidad que la presencia de Feliciano le infundía.

—¿Me cantás esa canción que tanto te gusta? —dijo su padre, antes de dormir.

Estaba acostado a un lado de la cama de su hija, sobre una manta con la cabeza apoyada en unas ropas sucias que le hacían de almohada, en el piso. Hacía cinco minutos que apagó la vela y todo estaba en absoluta penumbra.

Desirée cantó entonces:

«Don Javier tenía tres hijas,

La más grande, la del medio y la más chica.

Don Javier tenía tres hijas,

Libertad, Isabel y Ana María.

La hija del medio era Isabel...

La hija del medio era Isabel...

Ella era delicada, una dama refinada,

Mas su alma embravecida era de naturaleza aguerrida.

Un día se enamoró de un joven que pasó,

Con libros él la conquistó,

En su sala una biblioteca instaló,

E Isabel siempre feliz vivió».

Como terminara el último verso, cayó en la cuenta de que ya no volvería a cantarlo con Gustave. Entonces, las lágrimas asomaron en su ojos otra vez, pero Feliciano, que no necesitó verla ni oírla para entender aquello, sujetó su mano y la niña se calmó. Un rato después estaba completamente dormida.

El día siguiente fue más normal de lo que la muerte de Gustave hubiese supuesto, al menos para su hija que comenzó la mañana no muy diferente a cualquier otro día. Es cierto que la experiencia con la muerte de seres cercanos, como lo fue la de la primera Desirée, había significado para Germaine, más que un proceso de resignación, un estado de negación de la realidad, al punto de confundir ambas Desirées, pero esta vez fue distinto para ella.

—¿Cómo te sentís? —le preguntó Feliciano.

—Como alguien que perdió a su papá —contestó Germaine—, pero el mundo sigue, tengo que mostrarme fuerte por la nena.

—Lo sé, hago lo mismo.

Desirée, en cambio, era poco menos que un espectro. Se le notaba aturdida, como una presencia mecánica, alguien que simplemente está por inevitabilidad existencial.

Se sentó a la mesa y allí quedó en silencio, con la vista fija en la puerta de entrada. Quizás cuatro o cinco segundos duró la figura del policía frente a sus ojos el día anterior, pero fue lo suficiente para recordar cada rasgo de su rostro, la entonación de su voz... sus palabras malditas. Quería llorar pero no quería, le ardían los ojos casi tanto como el pecho.

Feliciano se quedó en casa ese día, por primera vez priorizaba a la familia antes que al trabajo; Germaine tendría una mañana ocupada y seguramente no regresaría hasta el mediodía.

Aunque su rol de padre había mostrado una faceta más cálida estos últimos meses, lo cierto es que sus demonios seguían estando allí, y exorcizarlos sería un trabajo paulatino, si es que lo conseguía algún día. Sintió el deseo desesperado de fumar y se alejó —escapó— de Desirée por un momento. Sintonizó una estación radial en la que sonaba un tango, detestaba el tango, pero le era más apremiante encender el cigarrillo que buscar una música que le complaciera, en definitiva, no le importaba tanto lo oído como espantar al silencio.

Mientras veía la nube de humo disiparse hacia el patio, lo acometió la desesperada idea de que ya no habría quien tomara mates con él por las tardes. Ya no tendría esa voz compañera cuando volviera del trabajo, esa que, aunque no le respondiera, estaba allí rompiendo con la monotonía del día entre amargos y tabaco. Esa que, simplemente, estaba allí. También Feliciano perdió a alguien importante y nadie pareció percatarse de eso, es verdad, Desirée era solo una niña acongojada experimentando los primeros pesares de la muerte en su vida, mas Germaine solo lo vio y asumió que se encontraba bien. Pero él también adolecía.

Gustave fue lo más parecido que tuvo a un padre ... y ya no lo tenía.

La cerrazón había tomado el cielo casi en su totalidad

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La cerrazón había tomado el cielo casi en su totalidad. Gustave siempre decía que los calores fuertes anticipaban «fortes tempêtes», más aún si la humedad era insoportable, aunque lo cierto es que nunca terminó de acostumbrarse al clima pampeano.

El viento fresco contra las mejillas calientes de Desirée le causó un escalofrío que sacudió todo su cuerpo. «La tormenta ya está aquí», pensó. Lo que nunca pensó es que volvería con su abuelo al cementerio para dejarlo allí.

Miró por un instante la tumba sin nombre de su hermana. Jamás se le ocurriría borrar el nombre de Gustave de la lápida, no quería olvidarlo, nadie se merecía morir dos veces, al menos no ellos.

Cuando todo el protocolo del entierro terminó y los llorones se alejaron con los ojos secos, solo Desirée y sus padres quedaron de pie frente al sepulcro.

—¿Vamos, nena? —dijo Germaine.

—No —respondió la otra, cortante.

—¿Cómo?

—No.

El disgusto afloró en el rostro de la mujer que, por primera vez, había sido contradicha por su hija.

—Andá, yo me quedo con ella —intervino rápidamente Feliciano, entre sorprendido y entretenido por la contestación de Desirée, al notar que su esposa iría a soltar una reprimenda a la niña.

Germaine refunfuñó por lo bajo y se alejó con la multitud.

Entonces, Desirée corrió hasta el caminito vertebral del cementerio y volvió con un trozo de ladrillo de un naranja intenso.

Feliciano la miró confundido.

Se acercó a la lápida de su hermana y escribió «Desirée» en ella. Miró luego a su padre y dijo:

—Ella no se merece eso, tampoco yo.

Una gota de agua golpeó la frente de la pequeña y se deslizó por su nariz. Corrió hasta su papá y le tomó la mano. «Vamos —dijo—, la tormenta ya está aquí».

Los días siguientes transcurrieron insípidos. La ausencia de Gustave había dejado un profundo silencio difícil de sobrellevar, en especial en los ánimos de la nieta y el yerno.

La ilusión del cumpleaños de Desirée poco a poco fue desapareciendo en Germaine, al punto de un día despertar decidida a cancelarlo. Y así fue.

Pero los ocho años de Desirée marcarían un nuevo horror en la vida de su madre.

—¡Feliciano! —gritó con desesperación Germaine.

El hombre, que se alistaba para la jornada laboral, salió del cuarto a medio vestirse, con la remera enredada al cuello. Vio a su mujer sentada a la mesa, lloraba e intentaba decirle algo que el temblor en sus labios no le permitía expresar. Entonces, apuntó en dirección al cuarto de la niña.

Feliciano corrió a la puerta esperando lo peor.

—Desirée está muerta — dijo, finalmente, Germaine.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora