Capítulo XI

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El bar de Amancio Casares era mucho más que el lugar de encuentro de borrachines y galancetes, el viejo cantinero era un ferviente radical, por lo que su cantina solía ser, a puertas cerradas, lugar de encuentro de algunos de los militantes más aguerridos, como lo fue una vez Gustave Poulin y, como lo eran ahora, Feliciano Abellán y Álvaro Aráoz.

Aquella madrugada eran cuatro alrededor de la mesita. El humo se desvanecía hacia el techo formando una nube densa que parecía danzar al ritmo de las sombras de los cuerpos proyectadas sobre las paredes. Las dos velas en el centro de los reunidos amenazaban con apagarse cada tanto por la brisa que llegaba desde la puerta abierta del fondo, que hacía bailar a las llamas. Aun así, el calor brotaba de las sienes de Amancio Casares, Feliciano Abellán, Álvaro Aráoz y un viejo conocido de Gustave Poulin, un recién llegado a la ciudad también amigo de los Aráoz, que bebían y hablaban acurrucados en el centro del lugar, como si aquella charla solo pudiera ser tenida en complicidad de la noche.

—El coronel Cattáneo necesita todo el apoyo posible —decía el sujeto misterioso, hombre cercano a aquél.

—¿Por qué Cattáneo me quiere acá? —reprochó Álvaro, que conocía la respuesta pero tácitamente se negaba a ella.

—Por la misma razón que vino en un principio, señor Aráoz, usted es un hombre de mundo, influyente, inteligente... sin ofenderlos —agregó entonces, dirigiéndose a los otros dos. Luego volvió sobre el médico—. Usted y su señora ayudan más acá y no despiertan sospechas, no tantas al menos.

—No me ofende que me diga bruto, me ofendería estar sentado acá solo porque soy el yerno de Gustave —intervino Feliciano. Le dio un largo trago al vino luego.

—Que Gustave lo haya apreciado tanto, señor Abellán —dijo el recién llegado—, es la causa por la que confiamos en usted, pero créame, eso no alcanzaría para estar acá sentado escuchando esto.

—Ya sé, necesitan peones que pongan el cuerpo a las balas, mientras los intelectuales son los líderes de mañana. —Miró a Aráoz.

—Le recuerdo, Abellán, que yo también pongo el cuerpo por la misma democracia por la que usted lucha. Todos jugamos un papel en este escenario. —Ahora quien le dio un trago intenso al vino fue el visitante; un paladar endulzado aplaca los nervios y estimula el pensamiento—. Habla como si estuviéramos en bandos opuestos.

—Ya, ya, ya... entendimos —interrumpió Amancio.

—Pareciera ser que el señor Abellán no, o a lo mejor tiene miedo.

—Sería un pelotudo si no tuviera miedo —afirmó Feliciano—. Pero no me asusta lo que pueda pasarme a mí, mi miedo es por mi familia.

—Feliciano —intervino Álvaro—, yo personalmente me voy a encargar de que Germaine y Desirée estén bien. No invoquemos a la desgracia, pero en el caso hipotético de que algo te pasara, a ellas no les va a faltar nada.

—A ver, Feliciano, permitime llamarte por tu nombre —dijo el extraño—. Necesitamos tus habilidades, me entendés, ¿no?

Feliciano, que era mejor entendedor de expresiones que de palabras, pudo comprender mucho más en la profundidad oscura de los ojos del otro, iluminados por el fuego de las velas, que en lo que sus palabras insinuaban.

—¿Querés meterles un cuete en el culo? —Torció apenas la comisura de los labios.

—Muchos.

—Pará, pará, pará... —Álvaro escupió la colilla y se inclinó hacia adelante, medio desconcertado por lo último—. ¿Vos le estás pidiendo a Feliciano que fabrique una bomba?

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora