Capítulo XIV

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—Se terminó todo para nosotros.

Aquellas palabras de Valentín dolían, pero no tanto como las muertes de Desirée. Solo Toto le quedaba de su antigua vida, todo había detonado en un segundo.

—No digas eso, Valentín —dijo Inés—, dentro de poco vamos a estar lejos de acá.

No era la forma en que Desirée soñó conocer Córdoba. Las montañas y las cascadas no significaban nada si no eran más que un exilio para ella. El futuro era incierto pero si de algo estaba segura era de que Valentín tenía razón, al menos para ella, el mundo como lo conocía se había terminado.

—Tenés que comer —indicó Valentín, al notar que Desireé revolvía la sopa una y otra vez—, el camino es largo.

Ella levantó la vista y sus ojos se llenaron de lágrimas, odiaba que la vieran llorar, pero todo se había desbordado también en su interior. Ya nada importaba.

—No puedo quitarme la imagen de la cabeza, Valen, pudo haberse escapado con nosotros, pero prefirió...

—Corazón —la interrumpió Inés—, sé que no hay nada que pueda decir que te haga sentir mejor, creeme que sé lo que sentís, solo queremos que sepas que no estás sola, y nunca vas a estarlo.

Desirée nada dijo, pero no fue difícil leer un «gracias» en su mirada decaída. Bajó después la vista a Toto, el último de su antigua familia.

Nadie sabía en dónde estaban los padres de Valentín, desde el gran fracaso revolucionario, los yrigoyenistas perseguidos que no eran asesinados eran encarcelados. La última vez que los vio, les ordenaron esconderse en casa de Rafael Resch y esperar a que un enviado los llevara a la hacienda de los Aráoz, en Córdoba. Inés le decía que estarían resolviendo asuntos importantes, pero Valentín sabía que las palabras de la mujer eran un vano intento por despreocuparlo, nada más. Como él lo veía, su casa ya estaría dada vueltas y sus padres, en la mejor de las situaciones imaginables, presos. Pero lo cierto es que ni Desirée, ni Inés, ni él estaban a salvo, si debían esconderse es porque corrían un evidente peligro, y la hacienda, suponiendo que llegasen allí, no le generaba ningún tipo de seguridad. ¿Si eran perseguidos en Santa Rosa, por qué no lo serían en El Destierro? Ni siquiera tenía la certeza de que todo estuviera en orden allá, de que su hermana, en ese mismo instante, no fuese una prisionera política más. Lo único que sabía es que debían esperar un vehículo que, como con todo, tampoco estaba seguro de que llegase.

—El coche está afuera —dijo Francisco, que apareció en el comedor en el momento en que Inés se disponía a levantar los platos de la mesa—. Deben irse ya.

—Fran, necesito algo—. Desirée se puso de pie y se acercó al muchacho.

—Sí, decime.

—¿Tenés pintura? De las que se usan para la pared.


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—Si me permiten sugerirles algo —dijo el chofer, un viejo con acento italiano, amigo de los Aráoz—, pienso que no es una buena idea, cuanto antes salgamos de Santa Rosa mejor.

—Por favor —dijo Inés—, es necesario, probablemente no volvamos en mucho tiempo—. La mujer, que iba sentada junto a él, se acercó al oído del hombre y le susurró, para terminar de convencerlo, lo que Desirée no deseaba escuchar: —Quizás nunca.

Santa Rosa estaba en silencio. Las calles tenían una atmósfera sepulcral, la democracia había vuelto a morir por esos días, incluso antes de revivir. Solo el vehículo en el que Desirée era exiliada de sus pagos deambulaba esa tarde. El miedo se sentía más que el calor y la humedad.

El coche se detuvo frente al cementerio, allí todo el año era amarillo. Un lugar en donde la primavera no penetraba.

Desirée bajó en compañía de Valentín, quien llevaba en su mano un frasco con pintura y un pincel. Caminaron en silencio a lo largo del sendero vertebral del camposanto. El silencio decía más que cualquier palabra.

Se detuvieron frente a las lápidas de Gustave y Desirée que, como era habitual, se le había borrado el nombre.

—Gracias —dijo, rompiendo el silencio, Desirée.

Valentín solo la miró, no necesitó decir nada más.

»Se merecen al menos una flor, pero ni eso tuvieron.

La muchacha tomó el pincel y la pintura de la mano de su novio y, como tantas otras veces, se arrodilló frente a la lápida de la otra Desirée. Valentín se colocó junto a ella y la envolvió con su brazo derecho.

—Nunca vas a estar sola —le dijo.

Aquellas palabras ardieron dentro de Desirée, ¿era amor?, lo era, pero también era valor. Sujetó el pincel con determinación y, con un trazo suave y firme, escribió uno sobre otro los nombres «Desirée Poulin», «Feliciano Abellán» y «Germaine Poulin» en la tumba de su hermana... de su familia.

Se puso de pie entonces y le tendió la mano a Valentín para ayudarlo a pararse. Ya no se soltaron. Volvieron al auto tomados de la mano, dejando atrás un pasado frustrante aún con la esperanza de un futuro mejor para ellos, incierto, sí, pero que los encontraría juntos.


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Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora