Capítulo II

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De nuevo el eco de gritos en la galería, esta vez lo suficientemente fuertes como para despertar a Toto que parecía sumido en un sueño inalterable. Feliciano se levantó de mala gana de la silla y caminó con la parsimonia que lo caracterizaba hacia el interior de la casa.

—¡No sé a dónde querés llegar con todo esto, papá! —gritaba Germaine cuando Feliciano se hizo presente en el comedor.

—¿En serio no te das cuenta de la confusión con la que se está criando Desirée? ¿Tan loca estás? —replicó Gustave, con el mismo tono de voz que su hija.

Para entonces, la paz de Feliciano ya había sido irremediablemente corrompida, por lo que lo único que le restaba era terminar la noche en la cantina de Amancio Casares, en compañía del vino y el tabaco.

Notó entonces que Desirée pispeaba desde detrás de la puerta, con timidez o susto, no estaba seguro. En verdad, poco y nada conocía a su hija; las culpas, con los años, habían pisado fuerte sobre su conciencia, al punto de buscar huir de su propia familia cada vez que podía, o que algún problema asomaba.

Se acercó a la niña.

—Vení, vamos a acostarte. —Aún había destellos de claridad, pero Feliciano debía protegerla de lo que, como cualquier niño, no debería oír.

—¿Mamá y el abuelo peleaban por mi culpa? —preguntó, mientras subía a la cama de un saltito.

—No tenés la culpa de que mamá y el abuelo no se entiendan aveces.

—¿Hay otra Desirée?

Feliciano le acercó una muñeca de trapo como si le fuera necesaria para dormir. Desirée la colocó, reacia, a un lado, a la altura de su rodilla.

—Pensé que te gustaba —dijo el hombre, obviando la pregunta de su hija, al notar la actitud de la niña frente a la muñeca.

—Perdón.

Desirée acomodó entonces la cabeza de la muñeca sobre la almohada con prisa, como si acabara de hacer algo indebido que debía corregir.

—No me pidas perdón, no te tiene porqué gustar.

—Mamá dice que sí —indicó, apenada.

—No hay otra Desirée —continuó Feliciano, respondiendo a la pregunta que no contestó—, si hubiera otra sonrisa tan linda como la tuya, ya me hubiese enterado.

Desirée sonrió, no estaba acostumbrada a la atención de su padre, mucho menos a sus halagos.

»Es temprano y todavía no comiste, pero ¿qué hacés antes de dormir?

—El abuelo me canta las canciones de Don Javier.

—¿Me cantás alguna canción?

La niña lo observaba fascinada, no recordaba haber tenido tanta atención de su padre antes.

—Esta la cantamos siempre —observó, y cantó:

Don Javier tenía tres hijas,

La más grande, la del medio y la más chica.

Don Javier tenía tres hijas,

Libertad, Isabel y Ana María.

La hija más chica se llamaba Ana María...

La hija más chica se llamaba Ana María...

Ella era despistada, un poco atolondrada,

Los pies en la cabeza ella tenía y con la cabeza caminaba.

Un día se enamoró de un joven que pasó,

Con flores él la conquistó

En su patio un jardín de colores sembró,

Y Ana María por siempre feliz vivió...

El encanto de la mirada de Desirée solo pudo ser superado por la expresión del rostro de Feliciano al oír tanta dulzura en la voz de su hija, y se sintió culpable por no ser el padre que alguna vez fue —y que nunca volvería a ser.

La puerta se abrió de golpe.

Germaine, iracunda y temblorosa, se hizo presente en el cuarto con su mejor cara de demonio. Su esposo entendió que su momento allí había finalizado, por lo que se marchó en silencio sin volver la vista a su hijita. Todo volvió a normalidad.

«Vení que te peino» fue lo último que escuchó Feliciano antes de salir a la calle.

Feliciano era un hombre de pocas palabras, alto y delgado, con una barba siempre incipiente y una mirada que reflejaba a la perfección su espíritu golpeado por el tiempo

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Feliciano era un hombre de pocas palabras, alto y delgado, con una barba siempre incipiente y una mirada que reflejaba a la perfección su espíritu golpeado por el tiempo. A pesar de no ser un hombre de edad avanzada, el trajín de la vida lo hacía parecer poco menos que un anciano canoso y chupado.

Llevaba una hora contemplando, desde su mesa, al hombre de boina roja galantear a la dama, aunque lo que en realidad le llamó la atención, en un principio, fue el facón cruzado por debajo de la faja, sin vaina, del gauchesco Romeo.

No le quedaba mucho vino al vaso, por lo que un solo trago bastó para vaciarlo. Encendió un cigarrillo y tiró todo el peso del torso sobre el respaldo de la silla. La cantina no era muy grande, apenas cabían tres mesitas con sus dos sillas respectivas.

Amancio Casares se acercó hasta Feliciano con una botella de vino y la colocó sobre la madera asegurándose de hacerla sonar contra la madera.

—No tengo más plata —indicó Feliciano, tras ser sustraído por el cantinero de la escena del cortejo. Para entonces el galán, entre susurros al oído, ya había acariciado la mano de la mujer.

—No sos el único que tiene problemas... esta invito yo —replicó el otro, y llenó el vaso de Feliciano. Sacó luego otro vaso del bolsillo del delantal y lo cargó para sí.

—¿Qué problema tan grave tenés como para regalar vino?

—¿Tan amarrete parezco?

—Disculpá, no estoy acostumbrado a que las personas me regalen cosas.

—Tuve un día para el olvido en casa, solo quiero terminar la noche borracho y con buena compañía—. Chocó su vaso con el de Feliciano, quien no se molestó en devolver el gesto.

—No soy la mejor compañía que vas a encontrar —respondió, luego de lo cual levantó el vaso de la mesa y le dio un trago al vino.

—¿Siempre sos tan huraño vos?

—Alguna vez fui un poco más feliz.

—Alguna vez... —repitió Amancio Casares, como si aquel sentimiento le correspondiera también—. ¿Y Desirée? Me acuerdo cuando mi hija jugaba con la otra.

Feliciano lo miró con fastidio, había recuerdos que no debían invocarse, ciertos demonios que no sabía cómo enfrentar. ¿Acaso el único puerto seguro era la tumba, lejos de la gente? ¿Acaso en ningún otro lugar encontraría algo de paz sino en la muerte? Sin embargo, sí estaba seguro de algo: esté en donde esté, la culpa estaría siempre a con él.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora