Capítulo XV

91 9 9
                                    

Febrero de 1934


Los últimos años, quizás cansada de tanto gris, Desirée se empeñó en hacer de su jardín un lugar lleno de colores. Aunque era un jardinero pésimo, Valentín solía perderse junto con ella entre las plantas a hacer nada, solo estar, y cebar mates tal vez.

Desirée solía cortar las mejores flores de su patio, para luego agarrar la bicicleta y pedalear hasta una cascada a cinco kilómetros de El Destierro, en donde había levantado un pequeño altar en honor a su familia pampeana. Aquel lugar era verde todo el año, un bosque cuyos árboles altivos apenas permitían ver el celeste del cielo. Pero más imponente que la arboleda, era el salto de agua que descendía desde un peñasco directo hacia una laguna cristalina. Allí el mundo le parecía perfecto, como un universo paralelo en donde no existían los conflictos políticos, el hambre, la muerte... solo paz. A veces Valentín la acompañaba, aunque normalmente iba sola, al menos mientras su vientre le permitió pedalear.

—¿Qué nombre le vamos a poner? —preguntó Desirée. Tenía los pies descalzos en el agua y se frotaba el vientre.

—Gustavo, como tu abuelo... solo que en español —respondió Valentín. Quien acomodaba unas flores junto a la lápida improvisada en honor a su familia política—. Gustavo Abellán Aráoz. Suena lindo, ¿no?

—Me gusta.

—¿Y si es una nena?

—No lo pensé —advirtió ella—. Algo me dice que va a ser un varón.

—Voy a entrar, ¿me acompañás? —Valentín se desvistió en un abrir y cerrar de ojos.

—¿Vas a entrar así?

—«Así» ¿cómo?

—Así... desnudo. Mirá si viene alguien.

El muchacho rio y se metió lentamente en el lago. Un escalofrío le recorrió el cuerpo al entrar en contacto con el agua fría.

—Acá no viene nadie, solo nosotros dos... tres. —Se corrigió cuando advirtió que tenían un bebé en camino.

—¿Qué estarán haciendo tus papás?

—Supongo que hay mucho para hacer en Madrid. ¿Te arrepentís de no habernos ido con ellos? —Valentín se sumergió completamente.

Tras el exilio de los radicales en Puerto San Julián, los padres de Valentín, con mucho pesar, decidieron dejar el país. Desirée no concebía la posibilidad de salir de Argentina derrotada, lo menos que le debía a la memoria de su familia era sobrevivir un día más en la tierra por la cual habían sangrado hasta la muerte, con la esperanza de verla florecer un día. Por supuesto, Desirée desconocía las condiciones en las que los exiliados vivían en aquel desolado y frío pueblo patagónico. Sin embargo, la situación para ella y Valentín era muy distinta, en Córdoba habían encontrado esa estabilidad a la que, creía, muchos llamaban felicidad, aunque no estaba segura de ser realmente feliz, si lo fuera, suponía, no albergaría la duda en su alma.

El tiempo que Valentín duró zambullido le sirvió para pensar, una vez más, aquella cuestión: —Tenemos todo lo que necesitamos acá, no me arrepiento —dijo entonces Desirée, cuando el otro reapareció—. ¿Los extrañás?

—Sí, mucho. Pero mi lugar es con vos... ustedes, aunque los extrañe, sin ellos puedo vivir.

—Vení —indicó ella, mientras sujetaba una toalla en señal de que era hora de salir del agua—. Está empezando a refrescar, después te estás quejando del dolor de garganta.

La hacienda de los Aráoz se encontraba en las afueras del pueblo; se dedicaba, principalmente, a la siembra de trigo y, en menor medida, la crianza de ganado. Catalina Aráoz era la cabeza de todo. Aunque Valentín era mano derecha de su hermana, su hogar estaba en el centro de El Destierro, una vivienda que compartía con Desirée, quien se sentía más cómoda en la sobriedad de su casa que en la inmensidad opulenta del campo. Además, había un nexo con su pasado que siempre perduraría, el viejo negocio familiar.

El Destierro no era grande, pero tenía lo suficiente para vivir con comodidad, además, estaba situado lejos del bullicio del mundo, como un pueblo de almas exiliadas que buscaban olvidarse de lo que pasaba más allá de las montañas cordobesas.

En El Destierro los conflictos políticos se sentían lejanos, incluso ajenos. Estaba dirigido por una asamblea vecinal, cuya voz líder era el farmacéutico —que hacía las veces de médico—, Sebastián Acosta, lo secundaban el párroco, don Aurelio Wagner, y Catalina Aráoz, acompañados por un grupo de cinco vecinos más. La localidad no era grande, pero tenía su encanto, el abuelo de Valentín, un hombre viajado, siempre decía que El Destierro era una austera Hamelín en medio de las sierras, y aunque Álvaro creía que su padre ponía a su amado hogar demasiadas expectativas, lo cierto es que los primeros pobladores fueron un grupo de inmigrantes alemanes que marcaron para la posteridad la impronta arquitectónica del lugar.

—Voy hasta la hacienda —dijo Valentín, mientras guardaba la bicicleta para sacar el coche—, hay poca harina.

—Está bien —concordó Desirée—, mientras tanto voy a comprar manzanas, que si mañana los vecinos me encuentran sin strudel para el mate, me linchan en la plaza.

La plaza en cuestión quedaba frente a la casa de los muchachos. Al otro lado de aquella, se encontraba el edificio más vistoso y mejor cuidado del pueblo, la iglesia, la cual recibía cada mañana, a las siete, a los feligreses —el concejo vecinal tenía la obligación de asistir a misa todos los domingos y, al menos, dos veces durante la semana—. Estaban alrededor de la plaza, además, la escuela, la botica y el edificio en donde el consejo vecinal se reunía, el cual funcionaba al mismo tiempo como comisaría —aunque, más bien, era una suerte de juzgado en donde se dirimían disputas, dado que el crimen en El Destierro, prácticamente, no existía—. La verdulería de Josefina Meyer quedaba doblando la esquina, un lugar que Desirée pisaba poco y abandonaba rápido.

—Buenas tardes, Desirée —dijo Mercedes.

Mercedes Wagner era la maestra de El Destierro. Aunque era la hermana de Josefina, eran muy distintas; se asomaba a la verdulería solo por alimento y por sus sobrinos.

—¡Decime que me conseguiste Fausto! —exclamó Desirée, por lo bajo. Mercedes, después de Valentín, era la persona más cercana a ella en el pueblo. Se habían hecho amigas una vez, cuando aquella le pidió que les diera clases de francés a los niños. Mensualmente, llegaban a la escuelita una serie de libros por encargo de Mercedes, Desirée descubrió su fascinación por Goethe gracias a ella, sin embargo, Fausto había desaparecido de forma misteriosa de la biblioteca del colegio.

—Ya lo aparté para vos... pero no le cuentes a nadie.

—Secreto de amigas —dijo, y ambas soltaron una risita.

—¡Che, che, che! ¿Qué están cuchicheando ustedes dos allá? —intervino Josefina, desde el otro lado del mostrador.

—Nos debatimos entre las peras y las manzanas —respondió Mercedes—, pero aunque yo prefiero su strudel de pera, sé que si no lo hace de manzana nadie se lo compra.

—Vos siempre contra la corriente, hermanita. ¡Qué bárbaro, eh!

—Por eso nos llevamos bien —acotó Desirée —. Yo te hago uno de peras, no te preocupes. —Le guiñó un ojo.

Entonces, Mercedes puso una mirada confusa sobre Josefina quien, desde lo lejos, estiraba el cuello colorado como queriendo descifrar algo.

—¿Y a vos qué te pasa? —preguntó entonces, Mercedes.

—Desirée... ¡¿te orinaste?! —observó la otra.

La maestra volvió la vista sobre su amiga, luego la bajó hacia el suelo y, por último, abrió tanto como pudo sus ojos negros frente al rostro estupefacto de Desirée.

—No es orín —advirtió la embarazada.

Todas las muertes de DesiréeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora