Capítulo 19

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En aquel bar de poca monta lo único que resaltaba era un par de hombres de apariencia temible

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En aquel bar de poca monta lo único que resaltaba era un par de hombres de apariencia temible. Gold había escuchado todo tipo de rumor acerca de los personajes, pero poco le importaba lo que decían de ellos o lo que creían eran. La veían demasiado, más de lo que quisiera y eso si le angustiaba. Aun así no podía moverse del lugar hasta que el doctor recomendado por Narima la visitase. La había hecho salir de su casa y enviado al bar a que despejara la mente. Por suerte Zel estaba más que bien, pero sanar su herida costaría un poco y llevaría un tiempo prudencial que a Gold parecía agotársele.

Golpeó la jarra contra la barra asqueada de lo que servían en el lugar. No podía pedir otra cosa, licor o nada era lo que gritaba el hombretón que le había servido la cerveza minutos antes. Echó un vistazo a su lateral nuevamente viendo que el par seguía mirándola. Un escalofrío le recorrió al notar que uno de ellos la miraba con fijeza. Sacó tres monedas y las puso sobre la barra. Era hora de retirarse, no importaba que el doctor no llegara, ella debía marcharse. Cruzó el local intentando no ver al par que la seguía con la mirada. Una vez cruzó la puerta echó a correr bajando por las calles del Valle hasta verse en un pestilente callejón donde montones de cajas la ocultaron. Escuchó los pasó y cerró los ojos con fuerza deseando no ser encontrada. Cuando vio que el par de sujetos siguió el camino cuesta abajo suspiró.

 Cuando vio que el par de sujetos siguió el camino cuesta abajo suspiró

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Zel veía la herida mucho mejor que cuando llegó a casa de Goegen. Agradecía la simplicidad de la tecnología y el hecho de que Gasli les enviara con él, además de que era conocido y muy querido por la comunidad. Le hacían reverencias a un hombre que trataba a sus pacientes como a su familia. Zel contemplaba su casa y notaba la variedad de fotografías con personas sonrientes, cuadros enmarcados con sus títulos y un pequeño trofeo sobre una mesa donde las fotografías de un par de mujeres llenas de dicha y vida se mostraban.

—Mi esposa e hija: Helena y Andrea —comentó él.

Un hombre de cabellos canosos combinados con el antiguo castaño, una mandíbula redonda y ojos decaídos como si hubiera vivido muchas vidas a parte de la suya.

—Son hermosas —recalcó Zel—. No están aquí ¿verdad? —lanzó.

Tomaba asiento nuevamente. El doctor negó con los ojos puestos en el vaso en su mano.

Elaysa: La ciudad de los condenadosDonde viven las historias. Descúbrelo ahora