No terminó de escribir su despedida, nunca pensó irse aunque los días pesaran y la puerta se hiciese un dragón de dalbergia masticando el lívido aceite del tiempo en que se consumía su húmeda superficie, a punto de consumir la locura del giro inesperado en que el reloj diría a partir de cuándo sería momento de fermentar la kombucha y envolver con incienso aquella cocina, que en algún momento comenzó a arder y aromó el lamento del vecindario, bomberos ni hombres supieron reconocer el olor a óbito.
Lengua de fuego que se paseaba por el piso; crujía el vacío del sótano entre llagas expuestas a la curiosidad de la albura mirada lunar, todo empezaba por hablar humo, mientras quizá aquél ser bajo el dintel se preguntaba: ¿Quién lame estas cenizas expuesto al sueño, quién sino aquél que hace mucho dejó párvulo el llanto y cobró pasos para caminar en la tierra? Incapaz de huir, de despertar al viejo. Y así a su paso el calcio y la carne pudieron florecer por un instante, podría decirse, si tan sólo hubiera restos suyos, si tan sólo entre tanta noche espesara en el viento un delirio carmesí, ese azahároso grito que el azar terminó por inmolar.
«Li, muy contrario a lo que pensaría, también sus flores lo recuerdan, aunque parezca doloroso saberse exiliado del profundo y sigiloso recuerdo que en los estanques se hallaba cuando joven, meditaba por horas sobre lo que hacía tan bondadosa la cosecha y el arroz tan vasto en su plato, si a penas necesitaba poco tiempo para hacer brotar la espesura entre sus yemas, donde un albaricoque incluso echaba sus raíces en sus surcos dactilares; también sus frutos lo han recordado hasta hoy en día -pensó uno de los rescatistas-.»
Ermitaño y rodeado de un ejército imperial o más bien sagrado de dragones, tallados a pesar de la artritis, del frío y la cicatriz que el insomnio hace brotar; barnizados y elegantes, nadie podría decir que son meras cáscaras ni vulgares recuerditos turísticos: quizá sabios resignados a habitar el ámbar de sus ojos (los que selectamente les otorgaste) o la nobleza de la madera que entre su lomo se escama con cada capa que repasabas de barniz y pigmentos de flores, frutos e insectos, como aquellos que se pueden ver petrificados en las enjoyeladas miradas que solían alumbrarte, fósiles y nectarinas: como la misma eternidad.
«Tampoco hubieron indicios de leña o llameante chimenea: sólo un intenso humo y azures cenizas y el intacto número de 100 dragones de madera en sus respectivas vitrinas, según la contabilidad registrada en sus cuadernos que extrañamente también pudieron salvarse; menuda impresión la que nos llevamos hasta que fuimos a lo que era su alcoba hallando una estatua de sándalo púrpura: un emperador con corona de cera... abundante en alhajas y una fina túnica, casi flotando en una esquina demasiado calcinada como para distinguir que portaba una careta extraña que centelleaba quieta tu nombre mientras la hojarasca del cerezo frente a la ventana, caligrafiaba al aire tu signo zodiacal...-pensó otro de ellos al terminar el rescate infructuoso-.»
Mientras un par de jóvenes se asombran por los restos de un aposento, ante la figura de la excelencia artesanal; en las heridas entrañas aún en ascuas, derrama al fino lienzo de seda en que estrellas salpican, su hálito último, en aquél viejo sótano donde la emperatriz Yuèliàng, pasó sus dedos; palpita, se mece, canta la tersa brisa que a penas cabría en una gota de té o una lágrima: la pequeña camelia, el naranjo, desde sus macetas de porcelana que tú dejaste, también te recuerdan.
ESTÁS LEYENDO
Vida En El Tintero.
PoesíaAntología de poemas descartados de poemarios creados por este servidor, que son rescatables y por esa razón tendrá una temática muy heterogénea. (Hay que vivir aquello escrito e incluso aquello que se ha quedado en el tintero) (Se usarán estructuras...