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Más de una vez había pensado en dar media vuelta y salir corriendo. Sin embargo, cuando un poco de razón volvía a él y la verdad, en un recuerdo doloroso, lo golpeaba en la cara, más bien le entraban unas enormes ganas de darse una patada en el culo.

No importaba cuánto detestara vivir con Bruce, debía soportar unas semanas más con él. Solo un poco más. Se lo había prometido a su madre ese día en el aeropuerto.

Dick lo recordaba, porque justo en ese momento un insecto metálico había pasado zumbando en el cielo y él había echado la cabeza para atrás para poder verlo, aunque solo pudo avistar un puntito blanco perdiéndose entre jirones de nubes. Su madre lo estaba mirando con ojos dulces, como si el azul de sus iris se derritiera. Cuando lo miraba así, sentía que volvía a ser un niño de seis años.

La mujer tenía una enorme maleta de viaje a su lado y un gracioso gorrito de safari cubriendo sus cabellos anaranjados. Entonces ella lo abrazó y le acarició la cabeza; él se removió entre sus brazos, incómodo. No sabía cómo reaccionar.

Después escuchó su voz suave, hablándole al oído.

"Descuida, pajarito, volveremos antes de que te des cuenta".

A menudo, él cerraba los ojos y contenía la respiración. Así podía guardar sus palabras en el fondo de su memoria y creer, aunque sea por unos segundos, que eran verdad.

Todo el mundo prefería pasar su tiempo del receso en la cafetería, por lo que el gimnasio estaba desierto a esa hora. Se trataba de una sala no tan grande que tenía el piso tapizado con colchonetas anaranjadas y algunos bancos postrados contra las paredes donde los estudiantes solían sentarse a descansar unos minutos. La escuela habituaba usarla por las tardes, en los talleres de karate y boxeo.

Dick pateó el saco de arena, molesto consigo mismo. El saco, colgando del techo, regresó hacia él por inercia. Dick esperó, pues ya estaba con los puños en alto, esperando con una nueva patada.

—¿Todo bien en casa?

El chico perdió la concentración y el saco de boxeo giró y lo golpeó, haciéndolo caer de espaldas. Dick se llevó una mano a la cabeza, aturdido por el golpe. Rachel estaba a su lado, sonriendo levemente. Aunque ella sonreía siempre de esa manera, sin enseñar los dientes.

La chica le tendió una mano, y él la aceptó sin mediar palabra, ayudándolo a incorporarse.

—Disculpa. No quería desconcentrarte.

—No es nada.

Ella se quedó callada unos segundos. Estaba más enfocada en pasear su vista alrededor del gimnasio de la escuela, como si lo estuviera viendo por primera vez.

—Usualmente vienes aquí cuando quieres pensar —dijo, meditabunda.

Dick se quedó callado. Fue hacia el banquillo donde reposaba su ropa de cambio y se sentó allí, destapando una botella con agua.

—Sí, bueno... casi nadie viene aquí en receso.

Su compañera hizo un gesto con la cabeza en dirección al saco, que colgaba del techo y se había quedado allí, tambaleante, a la espera de un segundo contrincante.

—Parece que te has ganado un amigo.

Y se sentó en el banquillo. Dick se arrimó más a un costado. La chica continuó.

—Viniste aquí el día que tus padres se fueron. Y la semana después también, cuando te mudaste con tu tío.

Prefirió no decir nada. Los silencios con Rachel no eran como los de casa, no parecían querer asfixiarlo hasta dejarlo sin palabras. En cambio, se trataba más bien de la clase de apacibilidad en la que se sentía rodeado por una bruma suave, meciéndose hasta quedarse dormido. Sea el lugar en que se encontrara su amiga, este se convertía en un espacio apartado del resto del planeta.

From outer spaceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora