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Rehuyendo las costas como un ave con el ala rota, a veces se sentía una presa acorralada en los pasillos de la escuela. Procuraba moverse fuera de la luz. El temor a ahogarse entre la multitud y las miradas esquivas eran motivo suficiente para mantenerse apegado a las sombras que ascendían por las paredes. No deseaba cruzarse con alguien en un mal momento.

Ese mensaje había sido una bomba, y Dick no sabía qué tan devastadoras irían a ser las consecuencias de sus actos. Eso sí, lo primordial era no dejarse ver. Si lo hacía, todo su plan se iba a ir carajo, y podría desearle buen viaje a su amistad.

El dolor que causaba en su pecho el saberse expuesto le impedía respirar.

Se había puesto a sí mismo sobre una cuerda muy delgada. En el fondo, no tenía otra alternativa. Los recursos se le agotaban y las ideas, también. Aunque evitar a sus amigos se le había hecho más difícil de lo pensado. Echaba una ojeada al pasillo antes de cruzarlo, se sentaba al fondo del salón y, al salir, miraba a través de una rendija de la puerta a ver si se topaba con alguno de ellos. Aquello causaría la Tercera Guerra Mundial. Esa presión lo estaba matando por dentro. Avanzaba con pasos agigantados, bajaba la cabeza, se retorcía las manos de los nervios. Quizá nunca en su vida estuviera más agitado.

La escuela se había convertido en un laberinto de pasadizos sin salida. Cuando creía advertir una melena violácea en la multitud, él se daba media vuelta y procuraba esconderse tras un panel. Cuando pensaba que un cuerpo robusto y moreno se acercaba a su posición, se quedaba quietecito, quietecito, fingiendo ser una planta decorativa. Jamás se sintió más patético. Era un conejo en temporada de caza: pequeño, blanco y vulnerable.

En esos momentos, extrañaba golpear el saco de arena.

Solo consiguió un poco de paz al esconderse tras las gradas de la cancha de deportes. Se trataba de ese espacio entre la pared y los tubos metálicos que servían de soporte, desconocido salvo para el servicio de limpieza y algún que otro adolescente que se escapaba de clase para fumar.

Dick ingresó en aquella tenue oscuridad, rota en intervalos gracias a la luz que se filtraba entre las gradas de madera, y se sentó en suelo, resollando. Estaba cansado de correr.

Había empezado a dormitar, hasta que el sonido de pasos lo despertó. La suela de aquellas zapatillas rechinaba en el piso recién encerado. Se acuclilló, poniéndose en actitud de alerta, listo para huir si era necesario.

Mas eso no pasó. Una cabellera despeinada ingresó por detrás de las gradas. Ambos se quedaron observándose unos minutos. Nadie hablaba, nadie respiraba, el tiempo se había detenido.

Hasta que Garfield interrumpió la quietud, según su costumbre.

—Cielos, viejo, no creí que te encontraría aquí.

Dick, que tenía el corazón en la boca, lo sintió relajarse después de esas palabras. Era terreno seguro.

—¿Qué estás haciendo?

—Busco a Rachel, ¿y tú?

—Evito a Rachel.

El chico lanzó un bufido de gracia. Dick se permitió reír un poco también, estaba con los nervios a flor de piel.

—Vaya. Esto se siente ilegal —soltó el rubio de repente—. Como si estuviera vendiendo droga en la escuela o algo así.

—No tiene nada de malo hablar conmigo.

—Claro que no, pero Vic y Rachel no lo verán de esa forma.

Su recuerdo le dolió a Dick tal que si hubiera recibido una bofetada. Hizo una mueca, bajando la cabeza.

From outer spaceDonde viven las historias. Descúbrelo ahora