Capitulo - 9

432 36 1
                                    

Alan

Escuché la puerta y me sobresalté, por unos segundos no sabía dónde estaba, entonces el olor dulce del perfume de Nadia invadió mis fosas nasales y respiré tranquilo, estaba en casa.

Me hubiera quedado en la cama un rato más, pero desgraciadamente tenía cosas que hacer, una de ellas era ir a pasar la mañana con mi hija. Cuando volviera al horario de trabajo habitual no podría disfrutar de mi pequeña tanto como me gustaría. El viaje hacia casa de mi madre, como siempre, se me hizo eterno, pero me valió la pena cuando mi pequeña correteó una gran distancia tan solo para que la envolviera en mis brazos; aquella sensación era una de las mejores del mundo.

Mi madre me esperaba en la terraza trasera; si por algo me gustaba que mi madre se hubiera instalado en las afueras, era por la maravillosa casa de campo que le había regalado, allí el aire era más puro, y se la notaba bastante mejor. Mi padre, como siempre, me esperaba en la puerta con el ojo clavado en su nieta del alma, aquella pequeña monstruito les daba una vida que se veía a kilómetros de distancia.

Cuando entré con mi pequeña en brazos dispuesto a saludar a mi madre, me encontré con dos personas que no conocía, dos chicos jóvenes de la edad mi hermana pequeña estaban sentados en la mesa, he de decir que la idea de que mi hermana pudiera revolcarse con alguno de los dos, me produjo una sensación algo desagradable, que mi hermana, -a la que en mis ojos seguía siendo pequeña-, tuviera relaciones sexuales no era algo que me gustara en exceso. Pero ella tan rebelde y a veces mal educada, me había hecho saber que le importaba, y cito textualmente, «un pimiento» mi opinión. Así es como mi madre tenía que lidiar constantemente con mi carácter autoritario, y las hormonas rebeldes de mi hermana.

Aunque mi madre lo ignorara, yo sabía de sobra que mi hermana había picoteado con hombres de cierta edad, quizá el verla con esos jovencitos no fuera tan malo. De repente me cayeron bien.

-Alan, estos son Kevin y Daniel- escuché a mi madre hablar a mi espalda-. Son compañeros de clase de Cristina.

Les saludé con la cabeza mientras volvía la cara a mi madre.

-¿Y dónde está la dama de las camelias?

-Se ha manchado con el desayuno -dijo mi madre mientras miraba levemente a Daniela y después volvía hacia el interior de la cocina.

Escuché su risita y la miré sonriendo.

-¿Se puede saber que le has hecho a la tía? -Se tapó la boquita con las manos y se echó a reír. Esta pequeña me tenía enamorado.

Antes de que pudiera volver a preguntar, mi hermana hizo acto de presencia, me arrebató a la enana de mis brazos y le hizo cosquillas a más no poder. Ahora entendía por qué le gustaba tanto estar con sus abuelos y su tía, hacia lo que le daba la gana y jamás la reñían en exceso, estaban creando a un monstruo y yo tendría que lidiar con ella, cuando me asentara fijo en un hogar.

-No te agobies cascarrabias, o te harás viejo en dos días. La pequeña me ha manchado sin querer, ¿a que si moco? -Mi hija asintió.

-Te he dicho mil veces que no la llames moco.

-Tú me llamabas moco a mí, ¿qué diferencia hay? -dijo mirándome con esos ojazos, que claramente había sacado a nuestra madre.

-Tú eras un moco, mi hija no.

Escuché cómo aquellos dos se echaban a reír, y no pude evitar sonreír yo también. Aunque adoraba a mi hermana sobre todas las cosas, tenía la estupenda habilidad de sacarme de mis casillas en cuanto abría la boca mucho rato. Yo no aguantaba la altanería, y ella no soportaba mis normas. Desde pequeña quise ser una figura que respetara y no tomara por el pito del sereno, obviamente había fracasado.

Ídem (pre-cuela de Si tan solo fuera sexo) Donde viven las historias. Descúbrelo ahora