Uno

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Alejandra y yo fuimos amigas desde los cinco años. Si, desde que entramos al jardín de infantes. Recuerdo que el primer día de clases las dos, perfectamente bañadas, perfectamente uniformadas, perfectamente peinadas, éramos dos perfectas lloronas. Lloramos desde que nuestros entristecidos padres nos dejaron en manos de unas señoritas profesoras, hasta cuando volvieron a retirarnos cinco horas más tarde.

Teníamos los ojos tan abombados que parecíamos dos sapos en su primer día de escuela.

Una semana más tarde seguíamos llorando, ya se nos habían agotado las lagrimas, pero aun conservábamos algo de fuerza para los lamentos, los sollozos y para seguir manifestando públicamente nuestro aspecto de niñas abandonadas en un sitio de terror, camuflado bajo el nombre comercial de <<Jardín de infantes Gotitas de ternura>>.

Al principio, las profesoras nos prestaban atención con una actitud que era evidentemente artificial y empresarial. Una decía: "Yo soy la tía Taty, ya no lloren mas, este es un lugar lindo en el que van a aprender y a jugar con otros amiguitos".

Luego, ante la constatación de su fracaso, la tía Taty cambiaba su tono de voz y su mensaje: "ALEJANDRA Y MARÍA, CÁLLENSE YA, CIERREN LA BOCA, SI SIGUEN CHILLANDO LAS VOY A ENCERRAR EN EL CUARTO DE LA CALAVERA".

Y bueno, aunque Alejandra y yo aun no habíamos tenido la oportunidad de conocer en laminas o libros el esqueleto humano, la intuición nos decía que la calavera debía ser algo inapropiado para nuestras cobardías infantiles. Fue así como dejamos de llorar, al menos por causas pedagógicas. Pero el habernos conocido en situación de desventura en aquel antro llamado Gotitas de Ternura, forjó en nosotras una relación solidaria muy especial.

Alejandra y yo siempre estábamos juntas, como siamesas, yo era como su hermanita menor... y con esto no quiero decir que ella me cuidara y protegiera, si no que a veces me miraba con ojos de bruja y me sometía a sus caprichos bajo la consigna de: "Tienes que obedecerme porque yo soy mayor que tu". Apenas seis meses nos separaban, ella cumplía en Septiembre y yo en Marzo, pero de alguna manera yo sentía que Alejandra era mi compinche toda poderosa, con la que me sentía segura y muy a gusto.

Era divertida, hablaba sin parar, ella conversaba hasta con los árboles. Hiperactiva y rebelde, daba la impresión de que si no se comía el mundo era por falta de apetito. Nuestras diferencias a veces parecían enormes, yo era la otra cara de la moneda; era difícil entender como dos personas tan distintas pudiéramos ser tan cercanas. Yo era más bien callada, tímida, insegura y pésima a la hora de contar chistes, en los estudios me iba sensacional, pero en los deportes yo era una estatua de cemento intentando hacer abdominales. Alejandra era segura, optimista, firme y alegre, pésima en los estudios, pero la gloria en los deportes. Yo era miedosa, asustadiza y fatalista. Cuando mirábamos al cielo y descubríamos nubes negras Alejandra decía: "Uy, que bien, va a llover, los arbolitos lo van a agradecer"; en cambio yo: "Que horror va a llover, todo se va a inundar, seguro que dejaron mi uniforme en el cordel y no se va a secar para mañana y me tocara venir con el pantalón de deportes mojado y luego me enfermare y no podré venir a dar el examen de Ciencias y la profesora no me dará otra oportunidad y me quedare con un cero en el registro y me tocara rendir el examen en vacaciones y entonces no podré ir a la playa donde planeaba conocer al amor de mi vida y me quedare solterona y seré una amargada y moriré sola en un departamento pequeño, oscuro y húmedo... QUE HORROR VA A LLOVER!".

Fisicamente tampoco nos parecíamos, ella era mas alta y yo tamaño estándar, ella tenía el cabello corto, rubio y liso, u yo lo tenía largo, castaño claro y rizado. Ninguna de las dos tenía una belleza que destacara, no estábamos para portada de revista, pero tampoco para la página policial de <<los más buscados>>.

Fuimos las mejores amigas desde el primer día.

A veces peleábamos, nos decíamos cosas feas pero nuestras rabietas nunca duraban más de un día. Alejandra sabia que contaba conmigo y yo con ella.

Siempre tuvo un carácter más fuerte que el mío, quizá porque ella en su familia es la hermana mayor, ese tipo de hermanos mandonas a cuyos hermanos pequeños ordenan todo lo que tienen que hacer, pensar, comer, sentir y decir.

Yo en cambio soy al menor de la mi familia y al único al que puedo dar ordenes es a mi perro Matt. Su nombre completo es Matthew Aguilar, pero el apellido lo he guardado varios años en secreto para no ser descubierta.

Matthew Aguilar, el original, era el goleador del equipo de fútbol del colegio y era el hombre mas guapo del que se tuviera noticia desde la Edad Media. Todas en la secundaria se morían por el. Yo estaba en 4to grado y también me moría por el, pero no tenía ninguna oportunidad de que mi amor platónico infantil se cristalizara en una real historia de amor. Casualmente en aquella época recibi como regalo de cumpleaños un lindo cachorro. Era un perro sin raza definida, un mix para ser más precisa, por sus facciones se adivinaba que entre sus ancestros debió haber algún French Poodle, un San Bernardo, un Labrador, un Pastor Ovejero, quizá un Pequinés y, si la genética lo permite probablemente también hubo un cuy entre sus tatarabuelos. El cachorro tenía el pelo rubio, rizado y largo, idéntico al del

futbolista. Tenía los ojos negros y una dulce mirada (de cuy) con la que suplicaba abrazos. Mis papas me preguntaron con que nombre lo bautizaría y de inmediato respondí: Matthew.

Jamás nadie supo las razones que me llevaron a ponerle ese nombre, era un secreto bien guardado, pero yo disfrutaba de la compañía de mi perro y de los recuerdos que, con su nombre y su aspecto me traía permanente del guapo futbolista del equipo del colegio.

Me divertía, por ejemplo, al decir ciertas frases como: "Adiós mamá voy al parque a pasear con Matt" o "Ven Matt acuéstate en el sofá para que miremos juntos la tele" o "Ya basta, Matt, deja de darme besos". Yo cerraba mis ojos y soñaba que la misma hada madrina que le funciono a Pinocho podría algún día convertir a Matthew perro en Matt futbolista... y con esa ilusión en mi cabeza repetía mentalmente la frase "Bueno esta bien pero solo un beso mas, Matt".

Admito que no toda frase podía ser asociada directamente entre mi perro y el futbolista, aunque yo intentaba ser consciente de ello, a veces me encontraba estremecida diciendo cosas como: "Mamá, creo que Matt otra vez tiene pulgas" o "Matt, te hiciste pipí en la alfombra!", o la peor de todas "Matt deja de olerle la cola a la perra de la vecina!".

Mi amor platónico se graduó del colegio un año después y no volví a saber de él, pero mi perro continua, desde hace 6 años, oliéndole a cualquier otro perro que se le aproxime.

Como he dicho, entre Alejandra y yo había demasiadas diferencias, pero sin duda también semejanzas... siempre nos sentimos unidas por un rasgo muy particular de nuestras personalidades: ambas éramos un par de enamoradizas sin remedio.

El Club LimonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora