Dos

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Hay padres que son ingenieros, abogados, carpinteros, maestros, pilotos de fórmula uno, panaderos, cajeros de banco, etc.; pero yo soy la única persona, de entre las siete mil que conozco, que tiene un padre motivador y siempre pensé que no podía existir nada mejor... ni nada peor.

En la universidad no existe una facultad que se llame Facultad de motivación y optimismo desbordante; sin embargo, en la tarjeta de presentación de mi padre se puede leer el nombre de su empresa MotivArte, el arte de motivar, junto a su respectivo logotipo: el puño de una mano con el pulgar en alto (¡horrible!).

Mi papá había decidido organizar su empresa tras años y años de fracasos en otros intentos laborales.
Si hay algo que nunca se le podrá achacar es que se haya confirmado en adversidad. Cuando a mi papá lo echaban de un trabajo, y eso ocurrió mas de una vez, él, en lugar de deprimirse, llegaba tan optimista como si le hubieran anunciado que se había ganado el gordo de la lotería. Se mostraba tranquilo y decía que no importaba, que ya conseguiría algo mejor, que nuevas puertas se le abrirían, que lo llamarían de otra empresa y le propondrían más beneficios.

-Ya lo verás, Isabel, ya lo verás -decía él con tono de redentor, para dispersar cualquier gesto de incredulidad en mi madre-, no me han cerrado una puerta, me han abierto otras a nuevas y excelentes oportunidades.

Pasaban los días, fotocopiaba hojas de vida, enviaba carpetas a diestra y siniestra, hacía llamadas telefónicas, siempre con una sonrisa a prueba de misiles.

-Hola, señorita, buenas tardes, soy Manuel Robles, ¿se acuerda de mí?Yo dejé mi carpeta la semana anterior en su muy prestigiosa empresa por si requerían ayuda en el área de Contabilidad, quisiera saber si es que tiene alguna respuesta para mí.

-...

-Ah, bueno, esta bien, entiendo. No se preocupe y sepa que, si en un futuro llega a requerir de mis servicios, estoy a su orden; que tenga un magnífico día.

Esa conversación telefónica se repetía incesantemente, cinco, siete, diez veces cada tarde.
Yo lo miraba intentando disimular mi tristeza, segura de que nadie lo contrataría, harté de escucharlo desear <<una magnifica tarde>> a quien quizá
ni siquiera se había tomado el tiempo para revisar su carpeta de asesor contable.
'En casa de herrero cuchillo de palo', un hombre que siempre veía el lado bueno de las cosas tenía como hija a la reina mundial del fatalismo: yo.

-Tranquila -me decía papá- , no te preocupes, hoy no ha resultado pero mañana tendremos buenas noticias... Ya lo verás.

Sí, le encantaba repetir ese <<ya lo verás>>, como desafiando al destino, convencido de que todo se cumpliría de acuerdo con sus expectativas mas optimistas.

Ya lo verás, ya lo verás, ya lo verás... y yo repetía: no lo veré, no lo veré, no lo veré.

La primera alerta de realidad la daba mi mamá:

-Oye Manuel, se nos están terminando las reservas.

Entonces él, radiante y positivo, le respondía levantando su dedo índice por encima de la frente:

-¡Mientras no se nos terminen las reservas de alegría... todo marcha viento en popa, Isabel!

Primero se agotaban las reservas de comida chatarra, adiós dulces, adiós bocaditos de maíz, adiós galletas de chocolates, adiós helado de vainilla. Luego se agotaban las reservas de frutas y verduras: nada de manzanas, peras, duraznos... ¡ni coliflores, rábanos y remolachas! (en toda desgracia siempre se puede encontrar el lado positivo).

Y cuando ya estábamos a punto de agotar las últimas reservas de atún, gelatina y fósforos (las que guardábamos en caso de terremoto, erupción volcánica o elecciones de diputados), entonces mi papá llegaba feliz a anunciarnos que había conseguido trabajo.

El periodo más largo en el que permaneció en un empleo fue de 2 años, sus jefes siempre terminaban llamándolo a sus oficinas para decirle: <<Mira Manolo... no es nada personal, la empresa debe recortar sus gastos y sabemos que tu encontraras mejores oportunidades en otro lado, blablabla>>.

Esa inestabilidad terminó cuando mi padre, cansado de que lo echaran cada dos por tres, decidió hacer de su principal virtud su profesión, fue así como creo la empresa MotivArte, el arte de motivar. Comenzó a dar charlas de motivación para las empresas y la verdad es que no le ha ido nada mal. Al parecer las empresas están llenas de desmotivados, tristones que se odian entre si, secretarias que quieren envenenar a los jefes, gerentes que quieren arrancar las uñas de los contadores, contadores que dibujan bigotes a la foto del gerente, telefonistas que en lugar de decir <<aló>> dicen <<¡Llame mas tarde que ahora estamos ocupados!>>...
Entonces esas empresas necesitan a personas como mi papá para que les diga cosas como: <<¡Somos los mejores! ¡Hoy es el mejor día de mi vida! ¡Mi cliente es mi mejor amigo! ¡Soy afortunado porque estoy vivo! ¡Quiero trabajar en equipo! ¡Mi jefe es Superman! ¡Ras chis pun!>>.

Cada vez que veo a mi padre practicar frente al espejo antes de una conferencia de motivación, yo, de solo imaginarlo haciendo todas esas maromas frente al público, levantando las manos, lanzando su puño al frente para aniquilar el pesimismo, sonriendo al punto de morderse las orejas, siento que muero de vergüenza.

A veces quisiera haber heredado de mi padre esa certeza de que las cosas mejorarán, que la tristeza puede eliminarse de un plumazo y que una sonrisa lo cura todo. Hay momentos en la vida en que el optimismo no resuelve los problemas, ahora lo sé, pero sostiene el ánimo para seguir creyendo que algo bueno ocurrirá.

Cuando, con su mirada de Superman, mi papá creía notar que mi día no había sido bueno, entraba a mi cuarto sonriente y me preguntaba:

-¿Todo bien, María?

Y yo, que pensaba que mis rollos eran solo míos y no quería conversar con nadie, menos con mis padres, me sentía molesta al ver su sonrisa de motivador y, en un afán por cortarlo todo en seco, le respondía:

-Mejor que nunca, papá. Estoy mejor que nunca.

Y claro, él se daba cuenta de que yo le mentía, pero de todas maneras, antes de salir de mi cuarto, volvía a sonreír y en un nuevo intento me decía:

-Me alegra; pero si algún rato quieres conversar con alguien, sabes que cuentas conmigo, ¿no? ¡En las buenas y en las malas, en las alegrías y en las penas!

Y yo con pocas ganas de responder y encerrada en mis problemas le contestaba casi sin pensar:
-Lo se papa, ya lo sé...

El Club LimonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora