Dieciocho

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A veces ocurren cosas que te hacen pensar que tu mundo se ha hecho trizas. 

Yo, en ocasiones, he sentido que las lágrimas de mi cuerpo van a entrar en riesgo de extinción, como me imagino que se extinguieron las lágrimas de los dinosaurios y las de los mamuts.

Cuando papá enfermó yo creí que todo se resolvería con unas pastillas para su garganta.

Comencé a dudarlo cuando vi a mi mamá con la preocupación instalada en su rostro, en su semblante, en su manera de no descansar ni un minuto en el día. Parecía como si no quisiera pensar demasiado, cuando no estaba acompañado a mi papá en sus visitas al médico estaba haciendo mil cosas para ocupar su cabeza, lavaba ropa hasta la madrugada, abrillantaba el piso, aspiraba alfombras y cortinas sin descanso. 

-¿Pasa algo malo? -le preguntó mi hermano. 

Pero ella no respondió.No dijo nada. Solo un gesto... una expresión en sus ojos y en la boca que se convirtió en la mueca más horrible que yo recordara. 

Ese gesto silencioso gritaba incertidumbre, dudas, miedo, dolor.

Mi papá, en cambio, sonreía todo el tiempo, como intentando tranquilizarnos. Cada vez hablaba con más dificultad, su voz se resistía a salir, pero su buen ánimo no perdía la batalla.

Tras grandes esfuerzos, levantaba su dedo pulgar y nos decía con una voz vacía y entrecortada: ''Todo va a estar bien, ya lo verán''.

Y por primera vez quise pensar como él, quise ser María Robles, la optimista, aunque eso supusiera reconstruirme toda y eliminar la nube negra que siempre me acompañaba.

Los análisis parecían siempre insuficientes; luego de examinarlos, el médico pedía otros nuevos que permitieran descartar lo peor. Sí, él decía ''lo peor'', sin buscar ningún sinónimo, sin intentar suavizar su diagnóstico.

A medida que el tiempo pasaba, yo sentía que el camino se estrechaba y no dejaba demasiadas posibilidades de salida; pero entonces trataba de ser como él, como papá, y me encontraba repitiendo: ''Todo va a estar bien, todo va a estar bien''.

Pero llegó el día en que escuchamos esa palabra que no queríamos oír. La dijo el médico, luego nos la repitió mi madre y continuó pronunciándola, entre sollozos, a todos quienes llamaban a casa para saber sobre la salud de mi papá. 

Yo no la quiero decir. No quiero. No puedo. Aun ahora que ya todo ha pasado, no quiero repetirla.

El médico dijo que debíamos tener paciencia y fe, que existía un tratamiento y que este ofrecía alguna esperanza. Paciencia y fe... ¿dónde se compra eso?, ¿cómo se hace?

La gente hablaba mucho, ¡cuánto ruido, cuando lo que más necesitábamos era un poco de paz y silencio! Llegaban a casa personas con recomendaciones extrañas: que si que yo conozco a un médico naturópata, que si la acupuntura, que si el bioenergético, que si ''una limpia'' hecha por un brujo del Amazonas, que si las oraciones de una secta religiosa que solo pide una pequeña cantidad de dinero como retribución, que si la física cuántica, que si las hojas de una planta milagrosa, que si la medicina de los colores, la de los cuarzos y las flores...

Yo no quería hablar con nadie porque odiaba encontrar rostros abatidos cuando mi padre estaba en pie de lucha. Yo quería ser una guerrera a su lado. Quería que el supiera que yo estaba en la trinchera, armada, dispuesta a resistir. Quería que me viera, por primera vez en mi vida, segura y optimista, quería que se sintiera orgulloso de mí. 

La enfermedad le robó su cabello, las pestañas y las cejas. Le cambió el color de la piel, le quitó kilos de peso. Le provocó náuseas, vómitos e insomnio. Pero no le quitó la sonrisa. 

Esa enfermedad, a la que no le daré el gusto de nombrarla, porque mientras no la nombre ella no existe, esa enfermedad se llevó muchas cosas de mi casa. Se llevó, el auto, dinero, ahorros. Se llevó nuestras vacaciones  y nuestras eventuales salidas al cine. 

Esa enfermedad creyó que había llegado para apoderarse de todo, para ganar... la muy canalla.

El médico hablaba con una frialdad que me molestaba, hablaba como si se refiriera a unos órganos funcionando con dificultad dentro de una máquina.

Él parecía no enterarse de que esos órganos le pertenecían a mi papá y que él era un tipo fantástico que merecía vivir mil años más. El médico parecía ignorar que con esa garganta mi papá había pronunciado las palabras más lindas, las más poderosas, las más cursis, pero también las más honestas. En más de una ocasión ese médico nos habló de su amplia experiencia y de sus estudios de especialización en el exterior, tenía decenas de diplomas en varios idiomas colgados en las paredes de su consultorio pero, sobre todo, exhibía un rostro incapaz de conmoverse ante el dolor. Yo tenía ganas de sacudirlo y decirle ''Oiga, usted esta hablando de mi papá, no de una radio de control remoto''.

La enfermedad se instaló silenciosa en la laringe de mi padre y no dio señales durante un tiempo. Creció con una malévola discreción, como lo hace el ladrón que planifica el asalto a un banco mientras todos duermen. Cuando papá comenzó a sentir la ronquera y helador permanente en su garganta, el tumor ya llevaba desarrollándose desde tiempo atrás.

Durante las dos primeras semanas de tratamiento, su cuerpo débil paso factura. Él continuaba sonriente, no se cansaba de repetir que ya dejáramos de preocuparnos, que todo estaría bien, pero había  huellas de quebranto en sus fuerzas que lo delataban. 

Mi tristeza era toda para él, mi alegría también.

Mis problemas, si los tenía, se redujeron hasta extraviarse en mi memoria. Ya no pensaba en Juancho ni en Ale, no pensaba en las cosas del colegio ni en las malas noticias del periódico. Tampoco pensaba en mí. Mis ojos existían solo para ver a mi papá, mis oídos estaban prestos a escuchar su respiración mientras dormía, mis manos tenían sentido solo para acariciar su cabeza cuando cerraba sus ojos e intentaba descansar. Mis manos, mis pies, mi voz, toda era para él. 

Fueron dos meses agotadores, el médico planteó la operación para extirpar el tumor como una de las posibilidades, en vista de que otros tratamientos no habían funcionado. Él miró a mi madre con su más cruda seriedad y le dijo: 

-No quiero que se haga demasiadas esperanzas, señora.

Y fue ahí cuando exploté, sentada junto a ella comencé a gritar ''¡Pero qué se ha creído, quién es usted para decirnos de qué tamaño tienen que ser nuestras esperanzas!''. Mamá me pegó un pellizcó e intentó taparme la boca, pero yo no podía contenerme: ''¡Escúcheme doctor, usted podrá haber estudiado en la China y podrá empapelar la pista del aeropuerto de la ciudad con sus diplomas, pero ese señor que esta afuera sentado es lo más grande que tengo en la vida y usted no tiene derecho a pedirnos que olvidemos que los milagros existen!''. Me levanté como un huracán y salí corriendo del consultorio, mamá salió detrás de mí, disculpándose por mi mal comportamiento. En la saliera de espera encontramos a papá, muy cansado por la rutina de los análisis, él nos miró y con los ojos preguntó si ya podíamos volver a casa. Mamá y yo lo tomamos de cada brazo y salimos caminando hasta tomar un taxi, la tarde se desbordaba en tonos naranjas y violetas. 

Papá golpeó el cristal de la ventana del auto y con el dedo índice señaló al cielo. 

-Sí -le dije yo-, el violeta es mi color favorito... es mi color de la buena suerte.

Le mentí.

El Club LimonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora