Catorce

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Llegué a casa, me encerré en mi habitación y lloré durante horas. Aun ahora no termino de comprender las reacciones de mi cuerpo, lloro cuando estoy furiosa, lloro si estoy triste, lloro cuando estoy asustada y lloro si estoy feliz... Lloro siempre, como si mis emociones no hicieran otra cosa que abrir la llave de las lágrimas para que todo se inunde: ¡Esta contenta... abre la llave! ¡Ahora está triste... que lloré! ¡Esta furiosa... lágrimas a la carta!

Papá entró a mi habitación y yo estaba tumbada en mi cama escuchando música con los ojos cerrados.

-Hola, ¿estas bien? -me preguntó.

Me quité los audífonos y le respondí:

-Sí, todo bien, papá.

-Pero... tienes los ojos hinchados, ¿has llorado?

-Un poco, pero no quiero hablar, ¿de acuerdo?

Entonces mi papá, que nunca entendía el significado de ''no quiero hablar'', comenzó con su discurso de motivador que yo odiaba. Cuando se ponía así yo de inmediato me lo imaginaba en una de sus charlas con un powerpoint proyectado en pantalla gigante, con paisaje cursi de atardecer en el fondo, con música clásica y frases cayendo sobre ese fondo, una a una, haciendo de esa presentación un acto somnífero.

-Mira, hija, la vida esta llena de buenos y malos momentos, pero lo importante es que sepamos valorar lo bueno para disfrutarlo con nuestros seres amados. El sol sale cada día y nos regala su luz y su calor aunque lo ignoremos, aprende de él e irradia tu propia luz interior en medio de la oscuridad sin esperar nada a cambio.

¡Qué horror! La charla de mi papá era pesada como una vaca, yo me preguntaba si él realmente estaría convencido de todas esas frases espantosas y trilladas que pronunciaba: ''vive cada minuto como si fuera el último de tu vida''... ''Hoy es el mejor día de nuestras vidas''... ''Sé un guerrero luchador por tus ideales''... ''La sonrisa es el arma más poderosa del ser humano''... ''Camina hacia la cristalización de tus sueños''. Cuando lo escuchaba en ese plano yo renegaba de su profesión y pensaba que me habría gustado mucho más tener un padre que fuera ingeniero metalúrgico o bacteriólogo de gallinas. Pensaba que habría preferido mil veces tener un padre callado y pesimista como yo. Un padre para lamentarnos por la situación del calentamiento global, para maldecir a cada corrupto que apareciera en la tele, un padre que dijera una palabrota en lugar de ''cristalización de sueños''. 

Aquella tarde yo no estaba de ánimo como para aguantar tanta frase prefabricada.

-¡No quiero hablar papá!, ¿podrías dejarme sola?

-Tengo una mejor idea -respondió él con voz entusiasta-, ¿que tal si hacemos una dinámica en familia para que te relajes un poco y cambies de ánimo?

¡Una dinámica! Esa era lo último que me faltaba, las dinámicas que proponían eran insoportables, usualmente nos convocaba a todos para que nos sentáramos en la sala y entonces decía: ''¡Que se cambien de sitio los que tienen zapatos negros!''. Entonces todos, excepto él, con rostros furiosos y a regañadientes, nos cambiábamos de lugar. ''Ahora... vamos a hacer sonidos  con la boca como si cada uno tocara un instrumento, dale a ti te toca el tambor''...

Las dinámicas eran lo peor de lo peor, pero papa consideraba que eran un evento fabuloso para romper el hielo y distender los ánimos. Alguna vez llegué a pensar que quizá todos en casa aparentábamos ser armónicos solo para librarnos de las dinámicas que papá sugería. Qué vergüenza, a veces, incluso, se le ocurría el plan de dinámicas cuando yo había invitado a algunas compañeras a hacer un trabajo.

-¡Qué divertido es tú papá! -decían ellas entre risas, y yo temía que todas pensaran que mi papá era una especie de parasito optimista, y eso me hacia sentir mucha rabia.

Aquel no había sido para mí, un día precisamente agradable. Mientras papá me miraba con ojos luminosos esperando que yo accediera a la dinámica familiar, intenté por última vez repetirle que no estaba interesada.

-Ay papá,  no estoy de humor para charlas de motivación.

Hablamos un rato más, me dio un beso en la frente y se retiró prometiéndome que algún día, a la distancia, el problema que en ese momento me parecía tan grande se volvería pequeño e insignificante.

Volví a sentir que se abría la llave de las lágrimas; lo que había ocurrido esa mañana en el colegio me había puesto mal, muy mal. No entendía por qué Alejandra había hecho eso conmigo, por qué me había enfrentado a un momento tan embarazoso. Los amigos no deberían hacer eso, ¿no?

Cuando ella a me preguntó, delante de Juancho, si él me gustaba, yo no supe qué responder.

-Anda -insistió ella con evidente intención de provocarme-, responde María, no tiene nada de malo, somos amigos y debemos jugar con las cartas sobre la mesa, ¿no lo crees?

Juancho me miraba sin pestañear, las gotas de sudor en su frente revelaban que estaba tan nervioso como yo.

-¿Te gusta o no te gusta Juancho? ¡¿Te gusta o no te gusta Juancho?!

Me di cuenta que la llave se abriría, estaba tan asustada que el agua poco a poco comenzó a llenarse en mis ojos y antes de que se desbordara respondí:

-¡No! ¡No me gusta! ¡No me gusta!

Al decirlo me sentí mal porque estaba mintiendo, porque Juancho estaba escuchando mi mentira y porque Alejandra me había sometido a una situación que yo no acababa de comprender. Ella era mi amiga o al menos eso creía, pero su actitud me había dejado perpleja.

Juancho se secó la frente con la palma de la mano, se quedó mirando al piso por un rato, retiró su brazo d emitir hombro y Alejandra suspiró.

Yo me levanté y desaparecí.

Entonces la llave se abrió. 


El Club LimonadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora