Mal escondite

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Sus manos se enredaron en mi cabello con posesión, recorrió mi cuello con sus labios y pude tantear el desierto de día y de noche en un sólo segundo.
Abandonó mi piel para observar mi rostro, recorrió con la mirada de mis ojos a mis labios, bajando por mi postura desordenada sosteniéndome de un espacio crítico en su escritorio. Sus labios se curvaron un poco, una descarga eléctrica me atravesó el cuerpo ¿Qué era todo ésto?

—No saldré con él- murmuro con la cabeza entre los cielos. Sonríe con satisfacción, soy su maldita marioneta.

—No me debes explicaciones- me responde de una forma nada creíble.

—Eso ya lo sé, sólo para aclarar su duda.

Aprisionó mi cuerpo en su escritorio y su gesto pacífico me volvió a poner nerviosa.

—Debería dejar que se marche y  no quitarle el tiempo- habla despacio con una brisa de duda.

—Tal vez-  me contradigo, no quiero irme, quiero seguir encerrada en el calor que emana su cuerpo.

Se limita asentir, dejándome camino libre a la puerta.
No sé cómo actuar, siento el corazón en la garganta y ella simplemente está de pie observándome, quisiera saber qué piensa mientras se mantiene firme y taciturna. Las dudas me asaltan sin preveer el lugar ni el tiempo, ¿Victoria ya ha hecho algo así? Tal vez esto es nuevo para las dos,  me abofeteo mentalmente por ser tan ingenua. No puedo ser la primera mujer que pasa entre sus labios. Borro todo pensamiento de mi cabeza. Noto mi cuerpo avanzando a la puerta.

—Con permiso- murmuro sin detenerme. Siento mis pies aún más torpes, camino a duras penas aunque trato de que no sea notorio.

Antes de girar la perilla su brazo se atraviesa, impidiendo que ésta se abra.

—¿Y que si no quiero?- lanza la pregunta, tan seria, digna de ella. Ni siquiera sé que responder, su cercanía me revuelve la cabeza.

—Y-yo– tartamudeo, me he de ver ridícula –no lo sé.

Ella vuelve a sonreír. Dudo de mi existencia. Verla tan humana hace se me erize la piel.

—Tranquila, no muerdo– dice notando mi nerviosismo. Me deja en la puerta y vuelve a la silla de su escritorio –necesito que órdenes el papeleo que hay aquí– concluye señalando un caos de papel sobre su escritorio.

—Por supuesto– respondo desconcertada. Le doy algunos vistazos mientras ordeno los documentos alfabéticamente como siempre pide, revisa algo en la computadora, puedo notar a través de los cristales que enmarcan sus ojos la grave concentración en la que se encuentra sometida, mientras yo estoy aquí en el mismo espacio y solo puedo concentrarme en ella.

Hay un rotundo silencio, sin llegar a ser incómodo. Acomoda su cabello sin percatarse de que sigo ahí, acosandola como una maldita enferma. Siento la egocéntrica necesidad de que me mire todo el tiempo, aún sea un fugaz vistazo que me haga sentir distinta, pero ella se esmera en aislarse.
El discreto escote que porta me grita, tal vez sea la única que lo note debido a que es tan sutil. Toda ella me atrae, aún así no haga nada por hacerlo. ¿Qué va después de la ''f''? Maldita sea necesito concentrarme.
En un falso ataque de concentración deslizo sin cuidado alguno la yema del dedo índice por el filo de una hoja, inhalo una bocanada de oxígeno para evitar emitir algún sonido, pero es en vano, sus ojos verdes se centran en mí para luego bajar a mi dedo.

—Lo siento– me disculpo apenada por interrumpirla.

—Fue un accidente ¿Por qué lo sientes?– dice con el ceño fruncido –¿Estás bien?

Plácida condena Donde viven las historias. Descúbrelo ahora