Prólogo

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La muerte ya es parte de mi vida.

En los últimos cuatro años estuve más conectado a la muerte que ninguno de los chicos de mi edad, así que con dieciséis años vivo en un orfanato alejado de mis amigos y viviendo en las peores condiciones que puedan existir en el mundo. Cada noche cierro los ojos y no puedo evitar que las pesadillas me devoren hasta que me despierto a la mañana siguiente, sudando y con lágrimas en los ojos. Hasta hace tan solo cuatro años vivía felizmente con mi familia en mi casa y yendo al colegio con mis amigos, y ahora, de pronto, me encuentro atrapado en una cárcel de la que no podré salir en dos años.

Algunas noches no son tan malas y puedo recordar días en los que me acuesto y he podido dormir durante muchas horas sin tener ninguna pesadilla, simplemente soñando que estaba libre y fuera de este sitio, con mis padres, con mi hermano y con mi tía en un lugar donde nadie puede vernos ni oírnos. Sin embargo, cuando me despierto y veo en las condiciones en las que vivo, suelo venirme abajo y ahí es cuando caigo en la tentación.

Una tentación muy grande, de la que no puedo salir y de la que estoy bastante obsesionado. Y todo empezó hace menos de un mes, el día en que se celebraba dos años de la muerte de mi madre. Estuve todo el día deprimido, sin salir de la cama y sin comer nada. Lo único que pedía a todo el mundo era que me dejasen en paz y lo conseguí, en toda la tarde nadie vino a verme y, aunque eso fue lo que pedí, me sentí mucho más solo que antes. Entonces, llegó la noche y como había estado en la cama durante muchas horas lo último que quería era irme a dormir, así que decidí escaparme del orfanato.

Era mi primera vez y en varias ocasiones creí que me habían pillado, pero no fue así. Y cuando me vi fuera... en ese mes nunca fui más feliz que en ese día. Salté, corrí, grité, me desahogué a mi manera, me sentía libre y capaz de hacer cualquier cosa. Estuve durante toda la noche por ahí, solo caminando, viendo las estrellas y pensando en mi familia. Y ahí fue cuando lo conocí.

Estaba en aquel rincón del callejón, haciéndose un cigarrillo, con alguna especie de hierba. Mi primer pensamiento fue salir de ahí, dar media vuelta e irme por donde había venido, pero ese hombre ya me había visto y con una mano me pedía que me acercara. Dudé. Pero si estaba en lo cierto y esa hierba era una droga, él estaría muy eufórico y si no iba, igual se pondría hecho una fiera. Así que con el miedo dentro del cuerpo fui a ver que quería ese hombre.

Mi perdición comenzó esa misma noche. El chico me dijo que si quería relajarme, me había visto cara de que estaba en problemas y me ofreció probar de su cigarro. Lo tomé en mis manos y cuando lo olí, una nausea trepó por mi garganta. Empecé a toser y él se rio de mí, pero siguió incitándome a probarlo. No tuve otra opción que hacerlo y después de varios ahogamientos intentando dar algunas caladas, me terminé soltando y dejando que todo lo malo se fuese de mi cuerpo. Me relajé y desde ese mismo instante, me enganché. Cada noche iba a ese sitio, con ese chico quien resultó tener solo cinco años más que yo, y simplemente, no pensaba demasiado. Aceptaba todo lo que me daba y lo fumaba hasta que no quedase absolutamente nada. Poco a poco, el chico iba metiéndome más cosas dentro del cigarro pero yo no me quejaba. Me gustaba la manera en la que, cuando volvía al orfanato, me la sudaba todo y me iba a la cama muy drogado. A la mañana siguiente, me sentía más feliz, más renovado y como me gustaba, volvía una y otra vez con él, volvía a sentirme eufórico.

El tiempo se me pasaba muy rápidamente y terminé haciéndome amigo de ese chico. Sin embargo, noche tras noche acudía al mismo sitio de siempre y él me lo advertía. Me advertía que un chico tan joven como yo no debería de estar enganchándose tan pronto a las drogas. Yo no le hacía caso, porque no necesitaba que nadie me sermonease por eso. Necesitaba relajarme, dejar de culparme por las muertes de mi familia, no necesitaba que un capullo me dijese lo que estaba bien y lo que estaba mal. Así que no le escuchaba, pasaba de él y cada mañana volvía al orfanato con ojos rojos, temblando y ocultando la sonrisa estúpida que siempre se me formaba.

Fueron los mejores meses de mi vida, y la cosa no hacía más que mejorar. Como no me pillaban, seguía escapándome todas y cada una de las noches en las que estuve internado en el orfanato. Cada vez me hacía más amigo de aquel chico y me invitaba a todo tipo de drogas. Así que cuando llegué a mis dieciocho años, era un total experto en fumar y consumir drogas. A veces, me pasaba tanto fumando con Christian (así era como se llamaba ese chico), que me retumbaba la cabeza y apenas conseguía mantenerme en pie. Y muchas veces fue él quien me tuvo que llevar al orfanato.

Sin embargo, por mucho que fumara o me pinchara, nunca olvidaba todo lo que en estos cuatro años había vivido. Y cada vez me sentía más vacío por dentro y más solo. Por eso, cuando Christian me soltó aquello a las vísperas de mi dieciocho cumpleaños, no pude negarme...

-¿Y si te vienes a vivir a mi casa, Drake?

DrakeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora