La Revanche du Chat Noir

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Parecía una muñeca de porcelana, como las que usaba para jugar a la fiesta de té, con su hermoso vestido negro con encaje blanco y su cabello platinado en una trenza, la pequeña Felicia Leblanc adoraba cuando le decían lo hermosa que era.

Su piel blanca y suave, sus ojos de un bello verde profundo y su cabello de un hermoso y natural rubio platinado, ni tan amarillo ni tan blanco. Era música para sus oídos cada vez que se escabullía durante las fiestas que sus padres organizaban en la mansión Leblanc y escuchaba a los invitados de los señores Walter y Lydia felicitarlos por haber tenido una hija tan hermosa y educada. Una pequeña señorita que crecería para ser la esposa perfecta.

Era la viva imagen de su madre, con la misma piel blanca y suave, los mismos ojos verdes que bien podrían ser dos esmeraldas incrustadas en sus cuencas, y el mismo hermoso cabello liso y platinado.

Su madre era tan hermosa, excepto cuando tenía esos feos moretones morados y rojos en su rostro por los golpes que le daba el señor Leblanc. Felicia a sus cinco años se despertó una noche ante los gritos de sus padres y bajó, observó a su padre, furioso, arreglar su saco mientras que se iba, murmurando algo sobre lo inútil que era su esposa, y lo siguiente que Felicia escuchó fue la puerta cerrándose fuertemente seguido de los sollozos de su madre.

Corrió lo más rápido que sus pequeños pies descalzos le permitieron y se arrodilló en frente de su madre, la mujer sollozaba de rodillas en el piso, con su espalda apoyada contra la pared. Un hilo de sangre salía por su nariz, tenía un ojo morado y moretones en los hombros, cuello y mejillas, con manos temblorosas tomó los bordes de su bata de seda y los acomodó para cubrir un poco sus hombros.

Mère! Mère, estás bien?—Preguntó Felicia sin poder evitar quedársele viendo a su madre, era la primera vez que la veía con imperfecciones, con el maquillaje corrido y moretones en su bello rostro.

La mujer usó la manga de su bata para limpiar la sangre que corría por su nariz junto con sus lágrimas, miró a Felicia con una sonrisa de lo más débil y forzada.

—Mami está bien, no tienes por qué preocuparte, mon petit minou. Es mi culpa por haber hecho que tu Père se enojara conmigo...

—Pero... ¿por qué Père te hizo esto?—la niña, incrédula, apretó entre sus pequeños dedos los bordes de su bata de dormir.—él te quiere, ¿no? ¿Entonces por qué te lastimó?

—Está... está bien que él me lastime, querida.—dijo la mujer con una sonrisa.—él puede pegarme y lastimarme todo lo que quiera, a mí no me importa, porque sé que él me ama, y jamás dejaré de amarlo a él.

—Pero...

—Lo entenderás algún día, Felicia, cuando encuentres a aquel que te hará sentir como si fueras lo más hermoso del mundo, cuando encuentres a aquel hombre que ames lo suficiente como para morir y matar por él. Dejarás que te pegue y que te grite con tal de que siga contigo, incluso si significa cambiar partes de ti, recuerda, Felicia, lo mejor que una mujer puede hacer es verse bien para aquel hombre que ama. ¿Entiendes, mon petit minou?

—Sí... mère.

Lydia le acarició la mejilla a Felicia.

—Jamás lo olvides.

Felicia jamás se atrevería a olvidar esas palabras de parte de su madre, al igual que jamás olvidaría las palabras de parte de su padre, el día siguiente mientras que tomaba el té tranquilamente en su habitación junto con sus muñecas de porcelana.

Romanoff [#2]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora