Epílogo.

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Habían llegado hasta el Inframundo. La barrera de Hades había quedado atrás, aunque eso les había dejado con bajas, ahora estaban cerca de llegar hasta el trono de Hades, esa era la prioridad. Izō miró de reojo a los pocos que quedaban del ejercito de Atenea avanzar, mientras él caía de rodillas al suelo, enfrentarse a Vermeer lo había dejado al borde de la muerte, ya no podría seguir, ahora todo dependía de su diosa y los jóvenes que le acompañaban.

Retrocedió hasta el cuerpo que yacía inerte unos metros más atrás, se sentó junto a él a esperar su propia muerte, tomó entre sus manos los dedos finos y blancos de Cardinale de Piscis, que, para su sorpresa, le apretaron levemente su mano, Izō, de inmediato giró su cabeza para mirarlo, Cardinale le sonrió y sus ojos verdes reflejaban tristeza cuando le dijo:

—Perdón—aflojó el agarre y volvió a cerrar los ojos.

Izō, sabía que lo había perdonado casi en el mismo instante en que se enteró de su traición, por más que quisiera, no podía odiarlo, solo se había decepcionado de él. Una traición era lo último que se esperaba. Le hubiera gustado poder entender sus motivos para tomar tal decisión y si era así, porque arriesgó su propia vida para ayudarlos.

Dirigió su vista hacia el espectro que en su pecho aún conservaba la rosa sangrienta, Cardinale había ganado la batalla, pero se había descuidado por ayudarlo a él, cuando cayó en la Marioneta Cósmica de Vermeer. Seguramente hubiera salido vivo de su encuentro con Wyvern de no haberse distraído en lanzar sus rosas daga para liberarlo de los hilos de Grifo, el espectro de Wyvern utilizó lo último que le quedaba de vida para usar su Greatest Caution.

Vio con impotencia como su compañero caía sin poder hacer nada, pues el juez también ya estaba vencido, así que descargó tu su furia y frustración en el único que quedaba. Arremetió con todo su poder en contra de Vermeer; el dolor que sentía en el alma superaba el físico, Excalibur, destelló con todo su esplendor, chocando una y otra vez en la sapuri de Grifo, hasta terminar con la vida del juez y acortar la propia. No se arrepentía.

Apartó un mechón de cabello rubio de la cara de Cardinale, le hubiese gustado escuchar de la voz del orgulloso Piscis, los motivos para hacer lo que hizo. Las cosas que hacía siempre eran tan contradictorias, que dudaba que el mismo santo se entendiera. Suponía que tenía que ver con su constelación, dos peces nadando en sentido opuesto.

Detalló sus facciones. Se preguntó sí realmente le había sorprendido que primero hubiera intentado matar a Shijima y luego lo haya ayudado. Sonrió, definitivamente no. Eso era algo que viniendo de Cardinale se esperaría. Se tiró en el suelo, ya no le quedaban fuerzas. Se sentía orgulloso de sí mismo, cumplió con su deber como santo de Atenea, fue fiel con su diosa y con sus sentimientos.

Dedicó sus últimos pensamientos al que fuera su gran amigo, Mystoria. También había caído, defendiendo a Dhoko de los ataques de uno de los tantos espectros que salieron a su paso; la vida de los más jóvenes de los doce había sido prioridad, como sí se hubieran puesto de acuerdo. Solo esperaba que no fuera en vano, más les valía a esos chiquillos vivir. Tomó con las exiguas fuerzas que le quedaban la mano de Cardinale y se rindió al sueño de la muerte.

Así los encontró Hermes cuando fue en busca de sus almas para conducirlas hacia el reino de Hades, el Dios Mensajero y Guía de Almas, se enterneció con la imagen, era la primera vez que veía algo así en el ejercito de su hermana. Creía que el amor no podía florecer en esos orgullosos guerreros, pero ahora comprobaba que un sentimiento tan bello podía florecer en los lugares más insospechados.

Desde la Era del Mito, fue testigo de innumerables batallas, había visto pelear a los ejércitos de la mayoría de los dioses; conduciendo las almas de todos los guerreros caídos, fueran santos, espectros, marinas... todos tenían que cumplir con el camino que los llevaría al reino de Hades, nadie podía escapar a este destino y él era el encargado de velar porque así fuera.

Primero, regresó las armaduras de ambos santos al Santuario que regía su querida hermana, eso también formaba parte de su tarea cuando de guerra entre dioses se habla, luego regresó, para cumplir su rol como guía de las almas. Miró de nuevo a los santos caídos, realmente le habían conmovido.

Tenía que darse prisa, la batalla estaba por concluir y él aún tenía un montón de almas que recoger, pero antes de dejar a aquel par en las orillas del rio Aqueronte, decidió tomar un pequeño hilo rojo de su sobrino Eros y atar sus almas con él, así en su próxima vida y las que siguieran se mantendrían juntos. Tal vez, pudiera ser testigo de un mejor final para esos dos guerreros que él se había encargado de unir.

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Así concluye esta historia (que resultó más larga de lo que había planeado). Espero hayan disfrutado leer, tanto como yo en escribir. Mil gracias 🧡

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