Capítulo 31: Suposición

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Se supone que esté molesta. Se supone que no lleve bien y con una gran sonrisa que me critiquen, en mi propia oficina. Se supone que vaya y le diga a Leitan que mantenga a su familia a una distancia prudencial, como si existiese una orden de restricción vigente que los obligue a permanecer a mil kilómetros de mí.

Se supone.

Pero no estaba molesta. Un poco irritada, tal vez. Confusa, pues mis intenciones de lastimar a alguien no son ciertas. De arruinar vidas, por favor. Y si podía encontrar una solución eficaz, lo haría; pondría todo de mí por lograrlo.

Melina, aun con toda su influencia, la propia y la que ha adquirido con los años, no pudo saber si mis «paranoias» eran eso, tonterías para dejar pasar. Lo intentó tanto que comprendí que si no estuviese habiendo algo extraño ya lo sabríamos, y aquí estamos: yo sintiéndome exactamente igual respecto a mis incertidumbres y ella concordando conmigo.

No más no entender.

—Disculpe que venga a estas horas. Ni siquiera esperaba encontrarlo en su oficina.

Sergio Bustamante niega, y con una sonrisa me pide que me siente y le explique mis inquietudes.

—Fue a verme Yetro Manriqueña y, en palabras simples, sabe de la objeción en el testamento.

—Y no se lo tomó bien —deduce Sergio.

—No sabría decir cómo se lo tomó —digo francamente. Por poco y ruedo mis ojos, ya que se me hace absurdo si quiera encontrarme en esta situación desagradable—. Mal, lógicamente. Acató mi petición de dejarme sola y se fue, sin mediar palabra.

Bustamante asiente, dando una aspiración dramática que en otra instancia me habría hecho reír. La risa, si se usa bien, puedo hacerte sentir mejor. Pero no hoy.

—¿Y en qué puedo ayudarla? —pregunta, solícito como lo ha sido desde el principio.

—No se lo vaya a tomar personal, Sergio —pido anticipada—. Pero quiero que el testamento lo revise un abogado.

Noto el cambio en su rostro, pero no dura lo que me gustaría para descifrar si le he ofendido. Se inclina y abre un cajón, sacando unas tarjetas. Las mueve ágilmente, descansando en una y me la tiende. De color blanco y letras doradas. Como una invitación, salvo que es un número de contacto con el nombre de Peter Manuel, abogado.

—Si no le importa que le recomiende, es un excelente abogado y la ayudará en lo que necesite —dice, abriendo otra gaveta y sacando un sobre manila—. Y este es el testamento, una copia. Lo dejo en sus manos.

Al tomarlo, el peso de él cobró mas sentido del que tenía.

—Gracias.

Me despedí, y no tardé en llamar a Peter Manuel. Al segundo timbrazo me contestó y con mi urgencia, acordamos una cita para el día siguiente para desayunar y hablar de mi caso.

Entonces apareció ese sentir, ese que no deja que el mundo a mi alrededor tenga un lugar al qué calzar. Paranoia o no, esperaba que se marchara pronto.

A las ocho con cinco de la mañana, Leitan llamó. Nunca me había planteado si responderle o no, y es importante para mí llegar hasta donde se tenga con ese condenado testamento. Así que, por infantil que fuese, no le contesté. Por el bien de una potencial mentira de la que no quise tener parte.

Faltando diez para las nueve, pregunté en un restaurante que se especializa en dar desayunos las veinticuatro horas y en que acordamos reunirnos, por Peter Manuel. Me esperaba hace poco, lo que me indicaba responsabilidad aún sin haberme conocido. Necesité una guía para dar con él y al verme de lejos, se puso el pie. No fue un arduo trabajo.

Si el Vestido te quedaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora