Claridad

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Pasaron las horas. Horas amargas y lentas, tan martirizadoras como inútiles. Necesitaba comer, beber al menos, sino desfallecería. Intenté levantarme y secar mis ojos para poder ver lo que a mi alrededor existía. Ningún cambio en el taciturno ambiente.

Según caminaba por entremedias de los grandes pedruscos albinos, mis sentimientos se iban apaciguando, encontrando el paraje de lo más tranquilizador, neutro, como si nada pudiese alterarme. Por lo menos ahora podía pensar con claridad.

Buscaba, sin prisa, por todos los monolitos, sin encontrar ninguno con entradas o ventanas. El paseo se hizo eterno, y empecé a darme cuenta de las reglas que regían este lugar. Si miraba al cielo buscando el astro rey, no lo encontraba, pero sin embargo, era de día, y la luz bañaba todo con homogeneidad. Noté al instante que tampoco había sombras, lo cual me desconcertó más y me impulsó a investigar dónde me encontraba.

Seguí caminando en busca ahora de respuestas en cualquier lugar, notando cada vez cosas más extrañas y misteriosas que las anteriores. ¿Respiraba? No, en mi cuerpo no había ningún rastro de respiración, pero tampoco la necesitaba. ¿Fatiga? No, llevaba caminando varias horas en busca de  un lugar para comer y no sentía nada de agotamiento. ¿Hambre? No, simplemente estaba buscando un lugar para sentirme como en casa, cuando comía. ¿Y cansancio? Tampoco, llevaba horas sin dormir, quizá dias, y no tenía ninguna necesidad de acostarme.

Sin darme cuenta de hacia dónde caminaba, me topé de frente con el edificio imponente de la academia. Y obtuve una clara respuesta. Primero me exalté un poco, pero luego entendí todo: el terreno yermo, el director enigmático, la falta de necesidades, la aparición de la academia en el momento justo. Todo tenía sentido ahora.

Recorrí los pasillos del impoluto edificio sin esperanza de que ningún aula se abriese, observando por las ventanas qué pasaba en las aulas, examinando las lecciones que se daban en ellas. Como guiado por una fuerza misteriosa miré en los marcos de las puertas de las aulas, y ahí estaba la respuesta de lo que mi curiosidad intentaba descubrir, tallado levemente en la roca.

"Aula de matemáticas", "Aula de Ciencias Naturales", "Aula de desarrollo del alma", "Aula de apariciones astrales"... cuanto más descubría la verdad de aquel territorio más confirmaba mi teoría sobre él.

Llegué por fín al final del pasillo, al fondo del edificio, a la última planta, y llamé de nuevo a la puerta, obteniendo como respuesta la misma actuación del buen hombre que me aguardaba. Una vez me senté en el mismo sillón de armiño volví a ver su cara de espectación. Esta vez cambié mis palabras: "Soy Sergio, y estoy muerto". El hombre sonrió ampliamente: "Efectivamente, estás muerto".

Todo a mi alrededor empezó a cambiar, a tornarse más colorido, a entrañar sentimientos en cada pared. El mundo que antes se vestía de sal y polvo, ahora lo hacía de colores variopintos, antinaturales, extrambóticos y generosos. Incluso el cambio afectó al director, que se transformó en un ser fantástico, mitológico, con un aura de misterio y a la vez simpatía. El director se transformó en un minotauro.

"Todo era una máscara que ocultaba la realidad. Necesitabas asimilarla por ti mismo, abrir tu mente terrenal antes de que yo pudiese enseñarte los misterios que entraña este paraíso. Ahora, ven conmigo".

El Sueño de un Enamorado CrónicoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora