27. Así lo hicimos

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Alberto
Después de algunos días un tanto ajetreados con la llegada de mis viejos amigos a la capital, al final de esa estresante semana pudimos reunirnos los tres en mi piso para descansar y tomarnos ese líquido dorado que tanto nos gustaba.

-¿Tres cervezas? -pregunté justo cuando les acomode en mi salón.

Ambos tomaron asiento juntos en el sofá largo que ocupaba gran parte de la estancia.

-Para mí un refresco, por fa -dijo Maia, mirando su cada vez más grande barriga.

Caí en la cuenta de que ella no puede ingerir alcohol, estaba embarazada de ocho meses. Seré melón...

-Es verdad, ahora vuelvo.

Sorprendentemente todo estaba yendo muy bien con la pareja vasca, no solo esa tarde en mi casa, todos los días desde que llegaron. Maia me recibió con un abrazo en el que cupieron todas las cosas que nos habíamos dejado a medias hace años. Gorka, fiel a sus raíces, me dio un apretón y un golpe en la espalda que no tuvo nada de sutil. Muy suyos. Cada uno a su manera pero muy suyos. Lo que también me sorprendió fue mi reacción, tan tranquilo, tan feliz de verles serlo a ellos. Qué poco mío. Supongo que había madurado.

-Bueno, Al, no vamos a ir yendo que ya es tarde y Maia tiene que descansar.

-Te diré que no me apetece nada irme, amor, y menos dormir con el olor a pintura - le contestó Maia a Gorka con un risilla final.

Y a mí, que solo escuchaba lo que quería escuchar, se me ocurrió una gran idea.

-¿Por qué no os quedáis a dormir aquí? -sugerí.

Se hizo el silencio cómodo en la sala que transformó la antigua risa de Maia en una sonrisa. Sin embargo, a Gorka no le debía parecer tan buena idea.

-No queremos ser un incordio, Alberto, de verdad.

Y yo, que conocía a mi amigo como la palma de mi mano, sabía que lo decía porque no le apetecía demasiado pero no quería despreciar la invitación.

-Cariño, si lo dice es porque no molestamos -incitó su prometida-. Además, ya sabes que el olor a pintura me da mucho asco.

El chico parecía no ceder a pesar de la iniciativa que ya la apretaba. Sin haber contestado pero con una cara que ya lo hacía, unos brazos le rodearon la cintura.

-Venga, no me digas que no te apetece, amor -siguió Maia.

Yo, que ya veía venir su respuesta, estuve a punto de cancelarlo, porque como bien dijo Napoleón: "Una retirada a tiempo es una victoria". Tampoco es que se lo oyera decir pero eso decían en algún libro en secundaria. Fuera como fuere, iban a acabar peleando y yo quería evitarlo. Iba a abrir la boca para hacerlo, lo juro.

-Pues no, no me apetece nada pero parece que a ti sí y mucho así que quédate. Ya me voy yo.

Pero no fui suficientemente rápido.

Mi amigo deshizo el agarre de su prometida y se encaminó a el perchero de la entrada para coger su chaqueta fina vaquera.

-¿Qué haces? ¿Vienes o te quedas? -preguntó en un tono que no supe interpretar.

Casi me dio miedo a mí. Ahora sí que me iba a oír, ¿quién era él para hablarle así a su pareja?

-Me quedo -respondió muy tranquila Maia.

Otra vez se me había adelantado.

-Muy bien, que paséis buena noche.

Y otra vez también ese tono que no sabía interpretar. ¿Eran celos? No creo, él no era así.

A golpe de portazo la casa se quedó muda.

Hasta que su voz lo rompió. Lo rompió todo.

-¿Vemos una peli?

Esa mujer es de hierro, pensé. Pero luego recordé que ese era su muro. Ese pequeño, o gran, muro que todos tenemos. Ese muro que utilizamos cuando no queremos que alguien siga ese camino, ese que corta la conexión con nuestro dolor, desde donde solo se puede llegar desde dentro. Ese muro que todos tenemos porque nadie pasa por la vida sin que la vida te pase. Ese que encierra todos nuestros demonios, todas nuestras tinieblas, que quizá no están, pero estuvieron. Ese muro que no quieres que nadie pase, porque cuando lo cruce, no hay marcha atrás. Y todos tenemos miedo de permitir a la persona incorrecta pasar nuestro muro. Pero igual que las reglas están para romperlas, los muros están para cruzarlos, y derribarlos.

-¿Disney? -pregunté finalmente.

Una sonrisa apareció por su cara, nublando todo lo demás. Y nublando mi juicio.

-¿Aladdin? -volví a preguntar.

Ella se acomodó en el sofá que antes había abandonado para despedir, de aquella manera, a su prometido.

- La duda ofende.

Touché. Seguía siendo Maia, no había dudas.

Y como cuando teníamos diecisiete años, vimos la película entera. Aunque en honor a la verdad diré que aquella pantalla no podía hacer justicia a ese rostro que tan bien conocía. Está prometida, me repetía. Van a tener un bebé, gritaba mi mente. Tiene una vida con Gorka, una vida perfecta, y con tu amigo joder. Déjalo, se te pasará.

Solo podía decírmelo una y otra vez.

Y de tanto decírmelo la película de animación que tanto nos gustaba y que tanto habíamos visto después de hacer el amor cuando éramos unos adolescentes, se acabó.

Pero estaba vez no habíamos hecho el amor. Quizá yo había empezado una guerra conmigo mismo.

Pensé en que quizá Clara fuera la cura. La bandera blanca. La paz en esa guerra pero no tenía ni idea. 

-¿Me dejas una almohada? -preguntó sacándome de mi trance. 

-¿Para qué?

Ella dirigió su mirada al sofá donde estábamos sentados.

Yo, a pesar de seguir algo descentrado, entendí que pretendía decirme que iba a dormir en el sofá, y que para ello quería la almohada.

-No, ni hablar. Deja que haga la cama de invitados, tardo un minuto.

Yo me levanté y un mareo repentino azotó mi cuerpo. Me habré levantado muy rápido. Mentira, era su olor.

Ella se levantó algo más despacio por su bulto abdominal.

-No te apures, de verdad, puedo dormir aquí -me aseguró.

O lo intentó.

-Duerme en mi cama -dije.

Ella se quedó paralizada.

-Alberto...

¿Tan mal había sonado?

-Quiero decir, que tú puedes dormir en mi cama y yo dormiré aquí. El lado izquierdo está sin tocar, dormirás mucho mejor que aquí.

Ella, que no tenía ni un pelo dorado de tonta, supo en seguida que la mejor opción era aceptarlo elegantemente y olvidarse.

Y así lo hicimos.

O al menos así quisimos hacerlo.

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