I

234 24 0
                                    


La ciudad, como siempre, estaba llena de gente caminando, hablando tranquilamente con otros y comprando mercancías, como sedas, botijos, etc. Habían algunos niños corriendo de allí para allá, a veces incluso metiéndose entre las piernas de la gente, haciéndolas caer o tropezarse, y por supuesto eran regañados. Pero nunca hacían caso, y los adultos ya les regañaban simplemente para parecer que podían controlar el comportamiento de esos chiquillos. Como decía, parecer, porque eran completamente incapaces de controlarlos. Eran pequeños diablillos que divertían en todas las calles a los burgueses.

Aunque había una calle en donde no se metían mucho, y no solo por lo que sus padres les habían dicho, sino por el gremio que se ostentaba allí. No era severo, y menos con esos pequeños, pero ellos sabían de el peligro que corrían si iban por esa zona. Era la calle Jears, y allí estaba el gremio de herreros de la ciudad de Ghuz. Los niños no iban por ese lugar por temor a que las grandes armas y armaduras de los nobles se les cayesen encima, y estos no los ayudasen a levantarlas. Solo adultos pasaban por allí, y si habían niños, siempre iban acompañados por su propia seguridad.

Y es en esa calle, en ese gremio, donde todo comienza. El menor de la familia Kirkland, que eran conocidos por sus grandes y muy exitosas piezas, además de por su antigua maestra, tristemente ya fallecida, ya se estaba levantando. Era por la mañana, tal vez incluso era mediodía. Cuando se quiso dar cuenta de la hora, aproximadamente, se vistió con lo primero que pilló, pasando rotundamente de desayunar, y bajó al taller, donde todos sus hermanos le esperaban desde hacía ya un buen rato. Todos menos uno, su hermano más mayor. El actual maestro del taller. Su hermano Dylan fue el único que le dijo a donde se había ido el mayor de los cinco. Como no, siempre se iba sin decir nada al resto. Suficiente con que alguno de ellos se enterase de a donde iba, o si se marchaba. Era muy independiente del resto, y eso enfurecía al único rubio de la familia. Dejó eso de lado para ir rápidamente al puesto de venta, donde Liam, uno de sus otros hermanos, atendía a la gente. Se cambiaron de sitio, y el día volvió, más o menos, a ser como antes.

Mientras sus hermanos trabajaban y ganaban el dinero necesario para pagar todos aquellos insufribles impuestos, el mayor de los hermanos hablaba con un amigo suyo. Scott parecía, como siempre, serio y tranquilo, a lo natural, con su cabello completamente rojizo un tanto desordenado, mirando a su alrededor con sus penetrantes ojos verdes. Siempre que alguna moza pasaba cerca de ambos amigos, el escocés la sonreía y le guiñaba el ojo, haciendo que la chica saliese corriendo, completamente sonrojada. Esa era una de las muchas famas que se había ganado, el ser un casanova, un donjuán, aunque solo las halagaba o las sonreía, nunca llegaba a temas mayores. En eso era, sin duda, un caballero, y a mucha honra. Su madre le había enseñado, a él y a sus otros cuatro hermanos, a ser educados con todo el mundo, y daba igual a que estamento perteneciesen. Ella fue una de las mejores personas que pudiesen haber existido en ese reino, y Scott no era el único que lo pensaba.

Kiku, un chico extranjero que había llegado a la cuidad acompañado de su tutor Yao, le miraba divertido cada vez que el pelirrojo hacía sonrojar a alguna chica. Puede que le conociese por dos meses, pero ya sabía como era el chico. Eran muy diferentes, pero habían llegado a llevarse muy bien. Siguieron hablando durante un rato, incluyendo las extrañas aficiones del escocés en la conversación.

En un instante, el chico de pelo negro dejó de hablar, y se quedó mirando a un punto en específico. El otro se preocupó por su amigo, y decidió mirar a donde se había fijado Kiku. Allí había un chico, cubierto por muy, pero que muy, viejos harapos. Estaban manchados por múltiples sustancias, las cuales, ninguno de los dos querían averiguar de que eran. Los brazos y las piernas del chico también estaban sucias, pero, además, tenían heridas. Algunas era pequeñas, como cortes, y otras eran grandes, con costras que se veían muy feas, y posiblemente se podrían infectar con facilidad. Su pelo castaño estaba sucio y muy desordenado, y también estaba más largo de lo que él quería. En su rostro, como siempre, había una dulce sonrisa que, sino fuese por sus pintas actuales, le alegraría el día a más de uno. Aunque en sus ojos verdes estaba desapareciendo su brillo; ya no era el mismo que salió de palacio hacía un tiempo. Ambos le miraban, el más bajo con curiosidad, y el pelirrojo con pena. Él sabía quien era ese supuesto vagabundo.

El aprendiz de ScottDonde viven las historias. Descúbrelo ahora