VIII

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El ambiente en el taller se había vuelto un poco incómodo. En rubio tenía los ojos rojizos de llorar. Su hermano se había pasado con aquella bronca. Aunque solo lo hiciese porque se preocupaba por él. Antonio se sentía mal por el joven rubio. Recordó a su propio hermano. Siempre que salía sin permiso acababa regañado por Paolo, pero eran pequeños, era todo como un juego. Hasta que, en una muy fuerte tormenta, ambos acabaron perdidos. Tenían miedo, frío y ganas de llorar. El español ya había empezado a sollozar. Meterse en un bosque solos nunca fue una buena idea. Aún recordaba las palabras de ánimo del portugués. Lo peor de todo era que recordaba con perfecta claridad aquel momento. Oso. Ninguno de los dos pensaba que en ese bosque podrían haber osos. Pero el dolor de aquello era mayor que el miedo. Su dulce madre, atacada para protegerles. Volver al día siguiente y encontrar su cuerpo lleno de heridas y sangre fue algo que no podría quitarse jamás de la cabeza. Desde entonces, las  brocas no solo fueron descendiendo, sino que cuando las habían, eran de lo peor. El castaño entendía a Arthur, y le dolía verle así.

Decidido, se dirigió hacia el anglosajón, con intención de alegrarle. Antes de llegar a él, el irlandés le tomó del hombro y le paró. Sonrió, y se acercó a su oído. El inglés, quien estaba delante y lo veía todo, estaba empezando a enfadarse. Estaba celoso de la cercanía entre su hermano y el moreno. El castaño se rio por lo dicho por parte de Ciam, y volvió a su idea principal. Cuando llegó hasta Arthur, notó que intentaba ignorarlo. Amenazó con tocar la cicatriz, y el rubio suspiró.

— Gracias por lo de ayer, de verdad. Nadie se había preocupado por mí en mucho tiempo... -sus mejillas estaban empezando a coger color poco a poco.
— No es nada. Oye, estaba pensando en, si quieres, mañana podríamos ir a un bosque de caza y eso -el inglés no entendía el porque de aquella propuesta; por eso preguntó-. Bueno, con tu habilidad con el arco y mi maestría con espadas, podríamos conseguir alguna buena pieza. ¿Qué dices?
— No sé... -la mirada de cachorro abandonado del español era mucho más fuerte que él-. Está bien, iremos mañana. Tendré que levantarme pronto, ¿verdad?
— Tristemente sí.

Cada uno volvió a sus puestos por petición del pelirrojo. El moreno estaba nervioso. ¿Podría considerar eso una cita? No lo sabía, pero no quería averiguarlo tampoco. Ciam le miró feliz, mientras su hermano gemelo se preguntaba por qué tanta tontería. Le ignoró, él no entendería nada, no aún. A la mañana siguiente ambos se levantaron con el sol, y se dirigieron a la salida oeste. El bosque se veía desde ahí. Un escalofrío le recorrió la espalda. Lo ocultó para evitar preocupaciones de parte del rubio. En cuanto estaban, prácticamente, en la entrada, un soldado llegó hasta ellos. Les impedía la entrada. Hasta que Antonio habló con él, utilizando sus trucos de noble. Volvió con el inglés, con buenas noticias. Podían entrar.

El bosque era frondoso, haciendo que fuese un poco sombrío. Se escuchaban a algunos animales de la zona. Pero, al escuchar sus pasos, salían huyendo. Se subían a las copas de los árboles, o se metían en sus huecos. También se camuflaban con la maleza, intentando escabullirse de aquellos intrusos en su hogar.

Los ojos del joven Kirkland miraban en todas direcciones, vigilando y analizando el ambiente. Era la primera vez que entraba a ese lugar, y aún más con aquel chico. Él iba delante, de manera serena, como si entrase allí todos los días. Aunque una cosa había que tener en cuenta: aquel muchacho era, en la sociedad de la época, de un nivel mayor que él; era muy probable que estuviese acostumbrado a aquellas cosas. Al fin y al cabo, ese chico era un noble, y el rubio solo era un oficial de herrero. Sus pensamientos se estaban volviendo cada vez más oscuros, recordándole su bajo puesto en esa sociedad.

Le miraba desde atrás, al mismo tiempo que observaba el resto del lugar. El de tez morena iba por un camino rocoso, subiendo los suaves desniveles que aparecían, y ayudándole a subirlos con una cálida y dulce sonrisa. Una que siempre vestían sus labios. Y aunque Arthur lo ocultaba con gran maestría, adoraba que ese noble, que sí era digno de su clase, solo le hiciese caso a él. Puede que solo hubiesen pasado dos meses desde que Scott le trajese al taller, pero, extrañamente, habían sido como unos pocos días para el inglés. Aun sin saber el porque.

El aprendiz de ScottDonde viven las historias. Descúbrelo ahora