XIII

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El campo de batalla estaba lleno de cadáveres y armas por el suelo. Era un completo desastre. Pocos quedaban en pie. El español cubría al francés, y este hacía lo mismo. Hacía mucho que no peleaban juntos, lo habían echado de menos. El castaño luchaba con un soldado del norte, como habían decidido llamarlos. Le hizo un corte en la corva derecha, y después le pegó una patada para tirarle al suelo. Le clavó la espada en el pecho, dejando que se muriese mientras sufría por el dolor. Sus manos estaban llenas de sangre, no le importaba acabar con otra persona más. Aunque las manos no eran lo único con sangre.

Cuando vio que el soldado ya estaba completamente muerto, sacó la espada y la enfundó. No se le daba muy bien, prefería su hacha, pero su hermano le había dicho que aquel día no podían ir con armas pesadas, que era demasiado peligroso. Habían demasiados como para ir con el hacha.

Habían acabado con los de esa zona, debían moverse al centro de la batalla. Esperó al rubio de cabello largo durante un rato. Le vio aparecer. Se estaba recogiendo la melena con un lazo rojo. Se había quitado los guantes, los cuales también tenían sangre, para no ensuciarlo. Aunque se notaba que esa sangre estaba seca, pero el de barba tenía manías.

— Creo que podemos ir yéndonos de aquí, ¿no?
— Pues claro. Me he estado fijando en donde hemos acabado, así que diría que el resto están por allí -señaló a un monte. Seguramente estarían detrás.
— Dudo que a Arthur le guste verte otra vez así -criticó, como siempre hacía-. La sangre no queda muy bien la verdad. Aunque peor le queda ese abrigo al pobre soldado. Dios, es horrible.
— Creo que eso no les importaba -empezó a correr, en dirección al monte-. Lo que no termino de entender es por qué no llevan armaduras.
— Bueno, cuando ganemos se lo podemos preguntar al loco ese. ¿Cómo decías que se llamaba?
— Ivan, se llama Ivan. Por favor, deja de hacer bromas de esto, no voy a poder aguantar la risa la próxima vez -rio suavemente.
— Lo intentaré -se sonrieron mutuamente, y aumentaron la velocidad.

Llegaron a lo alto, y, tal y como había dicho el castaño, el resto estaban allí. Habían más soldados de ambos bandos. Solo que, sin darse cuenta, los soldados del norte iban cayendo mucho más rápido. Pasaron al lado de un par de cadáveres, y el francés se fijó en algo. Estaban unidos por una flecha. Para aquella batalla no habían llevado arqueros. Menos... Alzó la mirada, y buscó. Lo encontró. Se acercó al castaño para señalar a un chico en concreto. Antonio sonrió.

— Has escogido muy bien, amigo mío. Es fuerte, rápido y tiene una personalidad potente -dijo, poniendo su mano en el hombro del otro.
— Ya lo sé. Es simplemente perfecto.
— Creo que tenemos diferentes maneras de ver la perfección, pero me gusta tu forma de verla.

El inglés notaba que decían algo de él, solo que no sabía ni quienes lo hacían ni donde estaban. Solo siguió con lo suyo. Esquivó a un soldado, le dio un codazo, se alejó y le plantó una flecha en la cabeza. Corrió hacia una roca y se subió. Vigiló desde ahí. Pudo ver al castaño, y le sonrió. Levantó la mano para que le viese. Este respondió levantando los dos brazos. Estaba acompañado por el francés. En todo ese tiempo, no le había agradado en lo más mínimo, ni siquiera habían hecho intento de llevarse bien. Ninguno de los dos. Tal vez solo en eso pensasen de igual manera.

Notó como un escuadrón se separaba, tratando de atacarle por varios flancos. Desde que la guerra había comenzado, Arthur había sido un gran problema para su cometido. Muchos habían intentado acabar con él. Ninguno lo conseguía. O el propio rubio les mataba antes de que llegasen a él, o el español aparecía de la nada y le salvaba. Debían aprovechar ahora que el moreno estaba lejos para atacarle.

Las flechas salían rápidas y eran certeras. Ese escuadrón fue eliminado poco a poco. Al principio no le hubiese gustado, y no le gustó, matar a alguien, pero ya se había acostumbrado. A lo que no terminaba de acostumbrarse era a tener que limpiar las heridas que se hacía el español y la sangre de sus enemigos que se quedaba seca en su piel. Ahora entendía porque tenía tantas cicatrices. Comprendió lo dura que era la guerra. Pero no podía quedarse quieto en ningún momento. Soltó otra flecha y acabó con el último de ese escuadrón. Pronto llegarían más a intentar matarlo. No estaba preocupado, la verdad.

El aprendiz de ScottDonde viven las historias. Descúbrelo ahora