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El pelirrojo estaba agachado, comprobando los recursos que tenían en los armarios. Algunas cosas, como siempre, tenía que acabar tirándolas, porque estaban en mal estado, todo por culpa de carecer de formas de conservación. El escocés se maldijo a sí mismo. Odiaba el tener que tirar cosas que podían serle útiles, pero era eso o dejar que enfermasen todos en su casa. Suspiró cansado, levantándose. Tendrían que ir a comprar recursos, de nuevo. Era muy común que la gente le llamase tacaño, pero la razón era que no le gustaba desperdiciar nada.

Bajó al taller, y observó a sus hermanos y a su aprendiz. Los gemelos estaban ocupados, y Dylan no paraba de moverse por toda la estancia. Miró a los dos restantes. Se reían y charlaban, todo sin preocupaciones. En la cara de Scott salió una sonrisa traviesa. Tuvo lo que él llamaba "la idea del siglo". Tenía un deber de hermano mayor muy importante, y era que su hermanito pequeño, sí, el más pequeño, tuviese amigos. El español era una gran opción para ello. Se acercó a ellos, decidido.

— Arthur, Antonio, necesito que hagáis una cosa -los dos se giraron ante la llamada del mayor-. Nos estamos quedando sin recursos, ya sabéis, comida y esas cosas. Necesito que vayáis a por más. Pagaréis con lo que hay en la mesilla de arriba.
— No.
— ¿Cómo? ¿Qué dices? Arthur, por favor, no empecemos.
— Me da igual, siempre me mandas a mí. ¿Por qué no se lo pides a Liam, o a Dylan? -el rubio le estaba empezando a cabrear.
— Mira, tú vas a hacer lo que yo diga. Si quiero que vayas tú, vas tú, nada de rechistar. Me he cansado de tus quejas.
— Yo también me he cansado de tus órdenes. Así que pídeselo a otro.

Mientras ambos discutían, de nuevo, el castaño se había alejado, temiendo de que, si eso llegaba a palabras mayores, o incluso golpes, él acabase mal. Miró a los gemelos. Se reían suavemente, como si aquello no fuese con ellos.

— ¿Siempre han sido así? -el de ojos esmeraldas fue en dirección a los dos pecosos.
— ¿Ellos? Sí, desde niños.
— Nunca han terminado de congeniar. Pero te acostumbras con el tiempo -el irlandés dejó lo que estaba haciendo para mirar de frente al moreno; cuando hablaba con alguien, le gustaba mirarlos de frente-. Lo que me extraña es que Dylan no esté ya aquí para regañarles.
— Ahora que dices eso... también me gustaría saber, ¿por qué siempre que se pelean aparece él? Es un poco, como decirlo...
— ¿Extraño? Sí, mucho. Pero siempre ha sido así desde que llegamos aquí. -dijo esta vez el nor-irlandés-. Si quieres te podemos contar toda la historia mientras se calman y eso. Tenemos todo el día.
— Si no es mucho problema...

Liam comenzó a narrar  tranquilamente, todo desde el principio. El español escuchaba atento, en busca de explicaciones. La familia Kirkland vivía en las Islas Británicas, concretamente, en ese momento, en un pueblo, un tanto grande, llamado Londres. Allí había nacido el pequeño rubio, de ojos esmeraldas y cejas pobladas, toque de la familia. Un dulce bebé que fue llamado Arthur. Pero algo que le diferenciaba de sus hermanos, aparte de que era el único rubio como su madre, era su debilidad. Era más pequeño e inocente, e ingenuo. Lo último lo demostró con el accidente del noble. Entonces Alice, su madre, tomó la decisión de marcharse. Conocía las manías de los nobles ingleses sobre contar y criticar.

Desde entonces ella solo se fijó en el bienestar de su pequeño hijo rubio. Aquello causó el crecimiento de odio en el pelirrojo mayor. Scott quería a su madre para si mismo, y prometió no compartirla con nadie. Sus ojos verdes oscuros como el fondo de un pantano empezaron a mirarle con odio. Y más cuando ella falleció. El escocés se comportaba desde entonces como un inmaduro. Aunque, bueno, todos en esa casa eran un grupo de inmaduros, menos el galés. Por eso era el que paraba las constantes peleas entre ambos. Pero Arthur nunca supo la verdadera razón de la obsesión del pelirrojo con hacerle la vida imposible.

— Y básicamente es por eso que se llevan tan mal. Todo idea de Scott -terminó esta vez el irlandés.
— ¿Y por qué no se lo decís a Arthur? A lo mejor lo podrían arreglar.
— ¿Para que se sienta peor? No gracias -miraron como el de cabellos naranjas claros llegaba al taller, y les miraba incrédulos. ¿Por qué no les habían parado? ¡Estaban a punto de matarse entre ellos!  Corrió a intentar pararles-. Siempre que se pelean Arthur se queda un poco deprimido. Nosotros no nos metemos en esas cosas.
— Somos un par de inmaduros que siempre esperan a que el único con dos deditos de frente calme a las fieras -los dos gemelos hincaron los hombros, pasando de aquella situación.
— Ya veo como van las cosas...

El aprendiz de ScottDonde viven las historias. Descúbrelo ahora